Por favor,
regálame un árbol
Gertrudis Ortiz Carrero
Escritora.
Máster en Cultura Latinoamericana. Especialista de la Dirección
de Literatura del Instituto Cubano del Libro (ICL).Tel. (537) 8615941
E-mail: soler@icl.cult.cu
Caminemos
a la sombra amigable de los árboles», pide un niño
por medio de la imagen, en un documental de un buen amigo, Roberto
Ruiz, que desea perpetuar el amor y el cuidado a esos seres vivos,
llamados con justicia pulmones del planeta.
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Caminemos
a la sombra amigable de los árboles», pide un niño
por medio de la imagen, en un documental de un buen amigo, Roberto Ruiz,
que desea perpetuar el amor y el cuidado a esos seres vivos, llamados
con justicia pulmones del planeta.
Es cierto que todo lo verde que nace, crece, se desarrolla y muere. Saint
Exupéry reconoce que «en el planeta del Principito había
como en todos los planetas hierbas buenas y hierbas malas». Allí
era trágica la situación ante el temor de que proliferaran
los baobabs en el asteroide B6l2; sin embargo, no debe olvidarse que desde
el surgimiento mismo de la vida hombres y árboles mantienen una
relación de compromiso y convivencia en la que no siempre los primeros
han sabido corresponder a los segundos como se merecen.
En algún lugar se inscribe que un bosque tiene más actividad
que una fábrica de Nueva York o de Londres, que los árboles
reúnen en sí mismos todos los elementos de la naturaleza,
tienen nuestras mismas necesidades, sirven en el mantenimiento del equilibrio
de la biosfera, fijan los suelos, evitan la erosión y hasta detienen
los vientos.
Según Jean Chevalier, sobre madera han sido grabados los símbolos
célticos más antiguos, el nombre de los druidas se deriva
de un juego de palabras en el que el roble es drus y el horóscopo
de los druidas está basado en las etapas de floración y
de mayor vigor en los árboles.
«Cuando decimos árbol, aclara Chevalier, estamos mencionando
uno de los símbolos más extendidos cuya imagen se ha perpetuado
en diferentes coloraciones y en distintas culturas y países como
tema estético unido a los sentimientos y a la espiritualidad del
hombre al inspirar con sus motivos de existencia diversas obras de arte
y de comentarios místicos y bíblicos».
En las civilizaciones prehelénicas el culto a los árboles
es frecuente. En el libro de los vedas puede encontrarse esta hermosa
invocación: «Nosotros invocamos, Egni, a los árboles
(...), que ellos nos liberen de la angustia».
Árbol es, además, el de la vida del Edén y el de
las manzanas de oro del Jardín de las Espérides, el de los
melocotones de Si-wang, la savia del Haom viam, el de la Boddhi bajo el
cual Buda alcanza la iluminación. El árbol de Jesé
del texto de Isaías es famoso en el siglo XIII al aparecer en miniaturas
de la época, hacia l3l6.
Lo vemos incorporado en un manuscrito que se conserva en el Museo Británico
de Londres. Desde el umbral de la historia griega lo menciona Homero,
en su inmortal Odisea, al situar alrededor de un árbol la alcoba
de Ulises y Penélope.
Alonso Ercilla, autor del poema épico La Araucana, inmortalizó
la imagen del cacique Caupolicán y con ella también brindó
perpetuidad a la imagen de hombre y madera unidos en un esfuerzo histórico
de vigor y de fuerza: «ya todos los caciques cargaron el madero».
En Rubén Darío, el nicaragüense que inicia el Modernismo,
también la gesta prehispánica encuentra eco y se dimensiona
poéticamente: «Es algo formidable que vio la vieja raza /
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón».
El poeta alemán Rainer María Rilke, de finísima sensibilidad,
cuya muerte está vinculada a la existencia vegetal, ruega en sus
versos de iluminado lirismo: «Si quieres conseguir que viva un árbol
/ proyecta en derredor suyo / ese espacio interior / que en ti reside».
Rimbaud le da espíritu humano a la madera cuando dice: «Un
armario esculpido grande / la encina oscura tomó de puro antiguo
/ la traza de un buen viejo / y el armario derrama por su negra abertura
/ perfumes excitantes como un buen vino añejo. / (...) oh, armario
de otros días, cuántas historias sabes».
Gabriela Mistral, madre de América, fue prolífera en escribir
versos cuyos protagonistas esenciales fueron los árboles, a los
que ensalzó en su poesía y estuvo en comunión de
sentimientos con los desgarramientos, estableciendo analogías entre
ellos y los pesares de la vida: «a su sombra de giganta (refiriéndose
a una ceiba) / bailan todas las doncellas / y sus madres que están
muertas / bajan a bailar con ellas». Ella pareciera que lo protege
con sus palabras: «Mi pecho da al almendro su latido / y el tronco
oye, en su médula escondido / mi corazón como un cincel
profundo».
José Martí, uno de los más prestigiosos escritores
en lengua española y maestro de todos los cubanos, escribió
urgido de hacer brotar como manantial su verbo estos apuntes en su Diario
de Campaña: «Todo es festín y hojeo». Sus ojos,
al decir del campesino Salustiano Leyva, un niño entonces, irrumpían
en todo y se ensanchaban con la luz de la deslumbrante belleza del monte
cubano: «Veo allí el ateje de copa alta y menuda, el caiguarán,
el palo más fuerte de Cuba, el grueso júcaro, el almácigo
de piel de seda, la jagua de hoja ancha, la preñada güira,
el jigüe duro, de negro corazón para bastones y cáscara
de curtir, la caoba de corteza brusca, la quiebrahacha de tronco estriado
y abierto en ramas recias».
Antes le había dado a los árboles una connotación
esencial al ponerlos como escudo de fuerza en su ensayo Nuestra América:
«ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con
la copa (...) restallando o zumbando según la acaricie el capricho
de la luz. ¡Los árboles se han de poner en fila, para que
no pase el gigante de las siete leguas!».
Y aún le queda espacio para dar otra de sus magistrales lecciones:
«el hombre asciende a su plena beldad en el silencio de la naturaleza».
Larga e interminable sería la relación, el archivo de menciones
en que diciendo árbol puede decirse vida y poesía en comunión,
pero quiero terminar este paseo con ejemplos de la cultura popular, que
se han incorporado al inconsciente y a la sabiduría popular, que
lo llevan y lo traen según las exigencias de la propia existencia.
Así, una canción memorable relata:
«En el tronco de un árbol una niña / grabó
su nombre henchida de placer...». Así, en los refranes que
van y vienen desde siempre: «Árbol que crece torcido jamás
su tronco endereza» o «al que a buen árbol se arrima
buena sombra lo cobija».
Cuando anochece la sombra se vuelve húmeda, volvamos a la casa,
dibujemos árboles gozosos de sentir la tierra agradecida, porque
somos junto a ellos compromiso y pertenencia; dibujemos y amemos al árbol,
por favor.
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