La
lluvia hace
chin chin chin chin
Gertrudis
Ortiz Carrero
Escritora. Máster en Cultura
Latinoamericana. Especialista
de la Dirección de Literatura
del Instituto Cubano del Libro (ICL).
Tel. (537) 8615941
E-mail:gsoler@icl.cult.cu
La
sabemos que las posibilidades del lenguaje son infinitas. De cualquier
término, palabra o signo, como prefiera llamarse, hay más
de un «seremil» de variantes expresivas, así
cada cual, científico, artista u hombre común llenará
espacios indeterminados denominando las cosas, marcándolas
con su sentido y en el sitio en que le sea conveniente.
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Todo
lo anterior bien se sabe, pero no me negarán que cuando oímos
la voz lluvia de inmediato nos remitimos al sonido de la nostalgia
y desde ella nos viene aquella canción que una vez fue moda y suceso:
«Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve...».
La voz del cantante se deja caer en la memoria.
También Armando Manzanero dibuja un paisaje lleno de lirismo cómplice
para nosotros:
«Esta tarde vi llover / vi gente correr / y no estabas tú...».
En otra imagen, esta vez desde el cinematógrafo, Gene Kelly hace
malabares con la sombrilla entre los charcos y los faroles de una calle
poco iluminada, cantando bajo la lluvia a su amada y a la inmortalidad.
En los diccionarios más comunes, lluvia es acción de llover.
Pocas veces en esas arcas del saber se hace gala de una explicación
que insista sobre los caudales de energía que encierran las nubes
y cómo esa carga acumulada se desborda, se desencadena y busca
cauce en la tierra a veces incontenidamente, como ocurrió en el
diluvio, un hecho que menciona uno de los libros más leídos
e importantes del mundo, La Biblia, un hecho recordado en el uso
del lenguaje para marcar un pasado remoto inescrutable en el tiempo, muy,
muy anterior, antediluviano.
Por su parte, Gabriel García Márquez, el más reciente
premio Nobel latinoamericano, hace interminable el llanto del cielo sobre
la tierra en Los funerales de Mamá Grande y en el mítico
pueblo de Macondo desde la reveladora soledad de cien años.
Un cubano, excelente ensayista y narrador, Alejo Carpentier, la refiere
en El siglo de las luces en varias ocasiones dentro de la magnífica
narración, ya sea como precursora del ciclón tropical que
amenaza a los primos de la casa de Empedrado, o como anunciadora de la
redención después de los combates revolucionarios de su
histórica novela: «Por la tarde arreció la lluvia,
se hicieron peores los caminos, comenzó éste a toser, el
otro a carraspear, mientras tiritaba Sofía en sus ropas húmedas...».
Perogrullada es decir que la lluvia es necesaria.
«Para un fruto que se prepara recibir la oportunidad de la lluvia
aspirada, es como ir de ópera, recibir el bautizo, las primeras
consagraciones del amor, las despedidas».
La deseamos, la amamos, la encontramos mansa, bravía, la aborrecemos.
Un cuento popular narra las peripecias de un chino labrador que veía
con desolación cómo morían achicharradas por la inclemencia
del Sol sus verduras. Mirando una triste rana que también estaba
esperando la lluvia, le suplicó que cantara. Para hacerlo, utilizó
los más bellos piropos:
«Canta ranita, canta, eres lo más hermoso que hay, qué
boca tan bonita y los ojos, y ese cuerpo».
Estimulado en su amor propio, el batracio comenzó a cantar. Sea
por magia o porque no hay mal que dure cien años, también
empezó a llover y con la lluvia el chino recuperó su alegría,
toda la felicidad.
Podríamos dejar el cuento ahí, pero no, llover fue poco,
un día y otro y otro y el chino vio convertida en pesadilla de
coles podridas y lechugas viajeras en los charcos, su cosecha anhelada.
Entonces culpó al animalito que no había dejado de cantar
ni en un sólo momento de sus desgracias. Alpargata en ristre la
persiguió por los pantanos, golpes le dio y también le arruinó
para siempre la imagen que antes había enaltecido:
«Shio, cállate ya, rana maldita, boca escarranchá,
ojos saltones, pies de plancha, cintura no tienes ná...».
Fábula y enseñanza popular en la historia. Para esa pertinaz
que a veces llega para afear el paisaje y destruir lo hecho por el hombre,
se realizan proyectos que fijan los suelos, evitan las pérdidas
de animales, conservan las cosechas.
De todos modos, deseada o aborrecida, lluvia es una palabra primigenia
en la naturaleza y está con nosotros, nos acompaña y es
fuente inagotable de la vida y del arte.
Saint John Perse, como un himno, une de manera única la nostalgia
de días lluviosos con la poesía que ennoblece el corazón:
«Oh, lluvias, lavad de los corazones de los hombres los más
bellos dichos del hombre, las más bellas sentencias, las más
bellas secuencias, las frases mejor hechas, las páginas mejor nacidas
(...), en el corazón del hombre los más bellos dones del
hombre (...), en el corazón de los hombres mejor dotados para las
grandes obras de la razón».
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