La energía
y el hombre
José
Altshuler
Doctor en Ciencias. Investigador de Mérito
y Profesor Titular de la Facultad de Tecnología de la Universidad
de La Habana. Presidente de la Sociedad Cubana de Historia de la
Ciencia y la Tecnología.
Miembro de CUBASOLAR.
Un faraón
famoso del antiguo Egipto proclamó al Sol como su único
dios, que consideraba fuente de la vida y del amor eterno. Pero
a su muerte sus sucesores, y sobre todo la casta de los sacerdotes
a quienes aquel punto de vista perjudicaba extraordinariamente por
razones que no vamos a discutir aquí, se encargaron de que
la idea no prosperara. A más de treinta y tres siglos de
distancia en el tiempo, hoy es evidente que aquel faraón
excepcional no andaba muy desencaminado, porque sabemos perfectamente
que sin la energía solar no sería posible la vida
en la Tierra, tal como la conocemos.
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Las plantas verdes,
las algas y el fitoplancton fijan por fotosíntesis sólo
la milésima parte de la energía de la radiación electromagnética
que llega a nuestro planeta procedente del Sol. Pero gracias a esta pequeña
fracción de energía solar se producen cada año, como
promedio, varios kilogramos de materia orgánica seca por metro
cuadrado de superficie. Una parte de esta materia es consumible como alimento
por los seres humanos y los animales herbívoros, que a su vez sirven
generalmente de alimento a los carnívoros.
Otra parte de la materia orgánica a que nos referimos está
constituida por la madera, a la que pueden dársele diversos usos,
uno de los cuales es el de servir como combustible, es decir, como fuente
de energía térmica por combustión.
Los alimentos de origen vegetal, así como la madera y los residuos
vegetales, acumulan en forma química de reserva cantidades de energía
llegada del Sol poco tiempo antes. El viento y las corrientes de agua
dependen también de esta energía solar de reciente arribo.
Pero la energía que llegó a nuestro planeta hace cientos
de millones de años fue la que se transformó en energía
química y se acumuló en los combustibles llamados fósiles,
como el carbón mineral, el petróleo y el gas natural, formados
a partir de plantas y microorganismos sepultados desde entonces en las
profundidades de la tierra.
Durante cientos de miles de años, el hombre (Homo sapiens) al
igual que algunos de los homínidos inmediatamente anteriores a
él utilizó fundamentalmente dos fuentes de energía:
su propia musculatura y la leña para hacer fuego. Hace varios miles
de años comenzó a aprovechar el viento y la energía
muscular de los animales que había domesticado; mucho después,
a comienzos de nuestra era, comenzó a utilizar las corrientes de
agua como fuentes de energía. Pero no empezó a explotar
en gran escala los combustibles fósiles hasta la revolución
industrial.
Aquí nos proponemos examinar en una perspectiva histórica
el uso que ha hecho el ser humano de los recursos energéticos a
su disposición, desde la prehistoria hasta mediados del siglo xviii,
cuando se inició la revolución industrial.
El alimento, fuente
de energía
Para mantenerse en plena actividad, e incluso tan sólo para mantenerse
vivo, el ser humano necesita absorber energía del medio circundante,
principalmente mediante los alimentos que consume. Cuanto más intensa
es la actividad que desarrolla, mayor es la cantidad de energía
que necesita por unidad de tiempo. Así, por ejemplo, si medimos
la energía en kilocalorías (kcal), las necesidades energéticas
de un hombre promedio varían con la actividad que realiza, como
se indica en la siguiente tabla:
kilocalorías
por minuto
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(kcal/min)
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En
reposo (dormido)
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1
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Trabajo
ligero
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3,5
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Trabajo
duro
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10,3-12,4
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Se ha calculado que,
como promedio, un hombre requiere consumir 3 000 kcal diarias para poder
desarrollar una vida de considerable actividad, mientras que una mujer
requiere 2 200, y un niño 1 800.
Además de transformar la energía que ha absorbido en la
energía muscular requerida para realizar las actividades externas,
el organismo humano la aprovecha para mantener en funcionamiento nuestros
órganos internos, mantener la temperatura del cuerpo más
o menos estable y compensar la energía que se pierde en las excreciones.
En general, el balance energético de todos los animales de sangre
caliente es similar.
El hombre, cazador
y recolector
Hace unos 35 000 años a fines del período de la prehistoria
denominada paleolítico superior, existía en el planeta
un hombre de constitución física y capacidad mental muy
parecidas a las nuestras. Ese hombre, que se alojaba en cavernas o en
tiendas al aire libre, dependía casi exclusivamente de su inteligencia
y de su propio esfuerzo físico para obtener el alimento cazando,
pescando y recogiendo frutas, raíces, semillas y hongos silvestres.
 
El hombre del paleolítico superior fabricaba algunos instrumentos
de madera, hueso, cuerno y piedra, y había desarrollado técnicas
que le permitían defenderse del ataque de las fieras y cazar o
pescar los animales que debían servirle de alimento. Tales actividades
requerían de él un gran esfuerzo físico; para realizarlas,
al principio sólo disponía de palos utilizados como garrotes
y piedras lanzadas como proyectiles. Las cargas pesadas las transportaba
sobre sus espaldas o las arrastraba.
Con el tiempo, se perfeccionaron las técnicas de caza y pesca con
la utilización de dardos y arpones, y el empleo hace quizá
25 000 años del tiro con arco, que pudiera considerarse la
primera máquina inventada
por el hombre, donde la energía potencial acumulada en el arco
al tensarlo con sus manos se transfería a la flecha en forma de
energía cinética.
Durante
milenios no contó el hombre con otra fuente de energía
utilizable inmediatamente que no fuese su propia musculatura para
cazar, pescar, machacar granos alimenticios, transportar cargas y
otras tareas vitales.
Pero había algunas tareas importantes, para cuya realización
sí contaba el hombre con el auxilio de una fuente adicional
de energía: las ramas y hojas secas de los árboles.
Porque desde tiempo inmemorial el hombre dominaba la técnica
de extraer la energía acumulada en la madera y los residuos
vegetales secos quemándolos para hacer fuego a voluntad. El
fuego no sólo le servía para protegerse del frío,
espantar a las fieras y alumbrarse de noche, sino también para
cocinar algunos alimentos a fin de hacerlos más digeribles.
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Posteriormente le
sirvió, asimismo, para construir canoas ahuecando troncos de árboles.
Se ha calculado que, en las condiciones mencionadas, cuando el ser humano
no disponía de otras fuentes de energía que las que podían
suministrar su propio cuerpo y la leña, su consumo energético
promedio era de 5 000 kcal/día, de las cuales alrededor de 2 000
correspondían al uso del fuego, es decir, a la conversión
en calor y luz de la energía química liberada por combustión
rápida de la madera y algunos residuos vegetales.
El hombre, agricultor
Durante decenas de milenios los grupos humanos, que eran muy pequeños,
permanecían en un lugar dado solamente mientras podían contar
con medios de subsistencia, pero cuando llegaban a escasear la caza, la
pesca y los frutos y vegetales silvestres se trasladaban a otro lugar
en busca de mejores condiciones para sobrevivir. Eran, pues, nómadas.
Pero a medida que aumentaba la población humana aquel modo de vida
iba resultando cada vez más inadecuado para garantizar la subsistencia
del grupo. El desarrollo de la técnica de la agricultura permitió
al ser humano ir independizando paulatinamente su alimentación
de la caza y la recolección de plantas silvestres, con lo cual
aseguraba su subsistencia de forma más regular y abundante. Se
estima que la agricultura comenzó a practicarse hace 10 000 años
en los países ribereños del Mediterráneo oriental,
2 000 años después en China, y hace sólo miles de
años en América (los taínos de Cuba la practicaban,
pero nuestros guanahatabeyes no).

Desde el punto de
vista energético, la gran revolución técnica que
fue la agricultura le permitió al hombre almacenar la energía
solar transfiriéndola a vegetales utilizables como alimento. También
le dio al grupo humano la posibilidad de establecerse con carácter
permanente en lugares fijos donde habitaba en chozas y cabañas
construidas expresamente. Esto liquidó, por último, la fase
nómada-recolectora y trajo consigo importantes cambios, tanto en
lo material como en lo social. Esta etapa del desarrollo humano corresponde
al período llamado Neolítico, el último en que se
ha dividido la prehistoria.
Al avanzar en la agricultura, el hombre no se limitó a cultivar
diversas plantas. También domesticó algunos animales para
obtener tanto carne y leche (ovejas, cabras, vacas, cerdos...), como para
disponer de pieles y para auxiliarse en las labores agrícolas y
en el transporte (bueyes, caballos). Con el objeto de crear pastizales
para el ganado recurrió a la quema de bosques, con lo cual, por
supuesto, contribuyó a la deforestación de muchas tierras.
En algún momento el ser humano puso a tirar del arado a algunos
animales domesticados, en lugar de hacerlo él mismo, tal como lo
había hecho antes, y a utilizarlos para arrastrar trineos o carros,
con la ventaja de que, por ejemplo, un buey o un caballo pueden desarrollar
de cuatro a diez veces más potencia muscular que un hombre.
Desde
comienzos de la fase agrícola del desarrollo humano, e incluso
antes, en algunos lugares empezaron a fabricarse vasijas de barro
cocido al fuego, muy convenientes para almacenar el grano recolectado
y tostado. De este grano, rallado, amasado con agua y cocido, se hizo
algún tipo de pan, que también se obtuvo a partir de
otros vegetales, como por ejemplo el casabe de yuca de nuestros taínos.
Otro invento del Neolítico fue la hilatura y el tejido de lino
y de algodón, con el cual se hicieron telas y redes de pesca.
La observación realizada por el hombre de que determinados
acontecimientos que ocurrían repetidamente en el cielo podían
utilizarse como referencia para precisar las épocas más
convenientes de siembra y recolección de las cosechas, seguramente
se tradujo en la invención del calendario. |
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Al hacerse cada vez
más complejas las relaciones entre los miembros de cada grupo humano
aparecieron las primeras estratificaciones sociales. Se desarrollaron
incluso ideas más abstractas que las relacionadas directamente
con la diaria supervivencia. Tal vez, el soñar con individuos muertos
que parecían moverse y hablar condujo a la creencia en la vida
eterna más allá de la muerte y se desarrollaron sistemasde
creencias sobre esta base, que se expresaban en determinados rituales.
A fines de la prehistoria, los grupos humanos comenzaron a marcar sus
lugares de ceremonias mediante enormes piedras (megalitos) hincadas en
el terreno, a menudo traídas desde lugares distantes gracias al
esfuerzo corporal coordinado de numerosos individuos. Esto implicó
en muchos casos un colosal esfuerzo físico de al menos cientos
de personas, un tremendo gasto de energía muscular humana.
Un ejemplo impresionante de este tipo de actividad se encuentra en un
lugar de la actual Inglaterra llamado Stonehenge. Allí se realizó
probablemente entre los años 2700 y 1700 a.n.e. una
notable construcción de propósito ritual, según parece,
con grandes piedras traídas desde incluso 320 km de distancia.
Se ha estimado que en la sociedad agrícola primitiva del Neolítico,
donde se realizaban actividades como las descritas, el consumo energético
medio del ser humano, ayudado en sus labores por la utilización
de algunos animales domesticados y del fuego, llegó a ser de alrededor
de 12 000 kcal/día; esto es, 2,5 veces mayor que el característico
de la anterior fase cazadora y recolectora.
Las civilizaciones
antiguas
El ritual asociado a la creencia en la vida de ultratumba adquirió
una gran complejidad y refinamiento en el antiguo Egipto, donde, entre
otras cosas notables, condujo a la construcción de las pirámides
de Gizeh entre los años 2700 y 2200 a.n.e. Para construirlas hubo
que transportar desde lugares lejanos hasta su emplazamiento definitivo,
piedras hasta de 200 toneladas.
Aquellas piedras, que se movieron utilizando la energía muscular
de decenas de millares de personas durante muchos años, fueron
convertidas por los artesanos egipcios en bloques de superficies muy lisas,
utilizando herramientas metálicas. Puesto que en aquella época
no se dominaba la técnica de obtención del bronce ni la
del hierro, se supone que las herramientas empleadas al efecto tuvieron
que ser de cobre, que sí se sabía obtener y trabajar entonces.
El cobre, sin embargo, es un metal relativamente blando, por lo que algunos
han supuesto que los egipcios lograron endurecerlo gracias a algún
procedimiento hoy desconocido, hipótesis que no excluye otras,
como se desprende de las evidencias de que durante los milenios cuarto
y quinto a.n.e., en algunos lugares de Irán e Israel se construyeron
hornos de piedra de donde se extraía el cobre fundido para verterlo
en moldes de tierra, arcilla o piedra. De algunos minerales que contenían
compuestos de arsénico resultaba una aleación particularmente
dura que se ha denominado «bronce natural».
Posteriormente se descubrió que añadiendo una pequeña
cantidad de estaño al cobre en estado de fusión se obtenía
otra aleación dura, el bronce, que apareció en el Mediterráneo
oriental y en Asia sudoccidental a comienzos del tercer milenio a.n.e.
En la cuenca del Mediterráneo, la Edad del Bronce se inició
en el segundo milenio a.n.e.
En algún momento se desarrolló la tecnología del
hierro, un material aún más duro y resistente que el bronce.
Su obtención resultaba más económica, si bien era
más difícil de trabajar. A partir de aquella tecnología,
en que la fundición del mineral de hierro en presencia de carbón
vegetal se combinaba con la forja, se produjo hace 3 000 años un
hierro «acerado» con el que se fabricaron objetos utilitarios.
En China, la denominada Edad del Hierro comenzó hacia el año
600 a.n.e., y en el Sur de África 800 años después.

Pero, incluso en sociedades
tan desarrolladas como las del antiguo Egipto y Mesopotamia (actual Irak),
los metales y sus aleaciones eran escasos y costosos, de suerte que durante
mucho tiempo su empleo se concentró esencialmente en la fabricación
de armas (dagas, hachas...) y herramientas (cuchillos, cinceles...), salvo
el oro y la plata, que se utilizaron preferentemente en joyas y adornos.
Si nos hemos detenido un tanto en el surgimiento de los procesos metalúrgicos
arriba aludidos, ello se debe al impacto que estos llegaron a tener en
el consumo de energía, una energía que durante siglos procedió
esencialmente de la combustión de la madera. En ocasiones, ésta
se transformaba previamente, por carbonización de la leña,
en carbón vegetal, un combustible que se enciende y arde con facilidad,
con poca llama y humo, y deja relativamente poca ceniza.
Que el uso de otros minerales no metálicos contribuyó también
a incrementar el consumo de la madera como combustible lo ejemplifica
el caso de la civilización mesopotámica, cuyas edificaciones
eran de ladrillo y no de piedra, pues ésta no abundaba en la región.
Al igual que los egipcios, los mesopotámicos emplearon en sus construcciones,
más modestas y menos duraderas, ladrillos poco resistentes hechos
de arcilla y paja secados al sol. Pero en vez de utilizar la piedra para
sus construcciones más importantes y monumentales, como los egipcios,
emplearon ladrillos de arcilla horneados a altas temperaturas, lo cual
los hacía mucho más resistentes. El ladrillo ha sido hasta
nuestros días un material de construcción de preferencia,
cuya fabricación consume considerables cantidades de combustible.
En general, todas aquellas actividades que implicaban calefacción,
desde la fabricación del pan y la cocción de los alimentos,
hasta la fundición de los metales y el calentamiento del agua para
los baños públicos, eranactividades
que utilizaban madera o carbón vegetal como combustible.
Con el paso
de los siglos se desarrollaron los medios de transporte sobre lagos,
ríos y mares, y se utilizó ampliamente el viento actuando
sobre velas de tela para impulsar las barcas. Pero como el viento
no sopla establemente en una dirección dada, y a veces falta
por completo, en las antiguas embarcaciones solía combinarse
el uso de la energía eólica es decir, la del
viento con la energía muscular humana auxiliada por
remos.
Esta combinación
del uso de la energía eólica conjuntamente con la
muscular humana siguió empleándose durante muchísimo
tiempo, especialmente en los barcos de guerra. Por ejemplo, los
buques griegos de este tipo, llamados trirremes, llevaban una tripulación
de 200 a 225 hombres, de los cuales 170 eran exclusivamente remeros;
y los demás, marineros y soldados.
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La energía
muscular del hombre y los animales, así como la directa del Sol,
transferida a la madera, y la del viento para mover las embarcaciones
se emplearon ampliamente en la antigüedad, pero no fueron las únicas.
En particular, comenzó a utilizarse también la energía
hidráulica con fines productivos. Esta energía, ya fuese
por caída del agua en movimiento o por su impacto sobre los álabes
de una rueda de madera, se empleaba para hacer girar las piedras o muelas
con que se molía el grano (maíz, trigo, centeno...) destinado
fundamentalmente a la elaboración de pan. Se estima que la energía
suministrada por la corriente de agua a una rueda era poco más
o menos equivalente a la que entregaba un burro que la moviera, como en
los molinos más antiguos.
Quizá la aplicación más impresionante de la energía
hidráulica en la antigüedad fue la realizada entre los siglos
ii y iii de nuestra era bajo la dominación romana en una población
del Sur de Francia, cerca de Arles, llamada Barbégal. Se trataba
de una gran fábrica de harina que empleaba 16 ruedas de agua, cada
una de las cuales generaba, como promedio, una potencia de 2 kW, equivalente
a casi 29 kcal/min, con lo cual se calcula que toda la instalación
debió de producir unas nueve toneladas métricas de harina
por día.
De la Edad Media al Renacimiento
Como se sabe, al colapsar el Imperio Romano en el siglo v de nuestra era,
numerosas tribus germánicas belicosas y de nivel cultural comparativamente
bajo invadieron la mayor parte de lo que había sido el Imperio
e instalaron sus propios reinos independientes, situación que dio
al traste con el fuerte control gubernamental centralizado instaurado
por Roma. El resultado fue un período de constantes guerras y de
acusada decadencia económica y cultural, aunque quizá no
tanta como se dijo en el pasado. Este período, que se extendió
hasta el siglo viii, se conoce en la historia como la Edad de las Tinieblas,
de la que comenzó a salirse en Europa durante el siglo ix con el
desarrollo del sistema feudal.

En la Europa feudal se produjeron importantes avances técnicos
vinculados con la actividad agropecuaria, como el incremento de la disponibilidad
de terrenos para la agricultura por desecación de pantanos. Otro
adelanto de importancia lo constituye la difusión en Europa, a
partir del siglo xii, de la collera de tipo moderno para el caballo originada
en China, que permitió extraerle a la bestia una potencia
de tiro tres o cuatro veces mayor que con el arnés de siglos anteriores.
Esto se explica porque este último tendía a estrangular
al animal cuando tiraba de una carga pesada. El uso de la collera permitió
también atar varios caballos de forma que tirasen de una carreta
simultáneamente y a plenitud, algo que no habían logrado
los romanos.
La invención del arado pesado con ruedas, tirado por grupos de
seis a ocho bueyes, o de dos a cuatro caballos, cuyo uso se generalizó
a partir del siglo xi, permitió roturar las pesadas tierras húmedas
del Norte de Europa, que no habían podido ser aradas anteriormente.
Hacia el año 1180, la energía eólica halló
una aplicación importante en Europa cuando comenzó a utilizarse
para mover las muelas de los molinos de grano allí donde reinaban
vientos favorables, cuando otras fuentes de energía, en particular
la hidráulica, resultaban de difícil explotación.
Aquello se logró mediante el empleo de molinos de viento, similares
a los que 500 años más tarde Cervantes dio fama inmortal
en el Quijote.
Si bien la ciencia prácticamente se estancó durante la Edad
Media, ello no impidió que florecieran multitud de nuevas técnicas.
Con el concurso de la energía hidráulica, la de origen animal
y la procedente de la combustión de la madera se desarrollaron
la minería, la metalurgia y variadas actividades industriales.
En este sentido es elocuente el hecho de que en aquel tiempo llegaron
a utilizarse grandes ruedas hidráulicas de madera capaces de entregar
una potencia máxima del orden de los 35 kW, a la vez que proliferaban
los procesos industriales dependientes de la energía hidráulica,
cuyo número llegó a ser de cuarenta o más en el siglo
xvi.
Entre los siglos xii y xvi no sólo se construyeron las impresionantes
edificaciones góticas características del período
sobre todo, las catedrales, sino que florecieron las invenciones
ingeniosas o bien éstas llegaron de otras regiones, como la pólvora,
inventada por los chinos e introducida en Europa por los árabes,
que la utilizaban como arma de guerra.

La introducción de las armas de fuego, especialmente la fabricación
de piezas de artillería, dio un considerable impulso a la extracción
del hierro y su tratamiento industrial.
Con el incremento del empleo del hierro y el bronce en la fabricación
de piezas de artillería, grandes campanas para las iglesias y otros
usos, durante la Edad Media y el Renacimiento se incrementó considerablemente
la demanda de la madera para utilizarla como combustible, bien fuese directamente
o como carbón vegetal en las operaciones de fundición, vaciado
y forja de los metales. Esta demanda de combustible se añadía
a la de las panaderías y las fábricas de ladrillos, de vidrio,
de jabón, etc. Y claro, estaba la demanda de madera como material
de construcción. Todo ello dio lugar a un avance desmesurado de
la deforestación en muchas regiones europeas.
Como consecuencia, a partir del siglo xvii se produjo una aguda escasez
de madera en Europa occidental, sobre todo en las Islas Británicas,
donde para la realización de las actividades industriales que se
servían de la energía térmica hubo que empezar a
quemar hulla. Hasta entonces se había utilizado muy poco en Europa
este carbón mineral, extraído de las entrañas de
la tierra, porque era considerado sucio y dañino para la salud,
pese a que desde el siglo xi los chinos habían venido usándolo
como combustible sin mayor problema. La hulla habría de ser el
combustible por excelencia en los países más desarrollados
hasta que cedió esta condición al petróleo, bien
entrado el siglo xx. Una y otro constituyen fuentes de energía
no renovables, es decir, que llegará un momento en que se agotarán.
El tema, por supuesto, es del mayor interés actual y requiere un
tratamiento específico. Pero en esta ocasión hemos de limitar
nuestras explicaciones al uso de la energía por el hombre hasta
la irrupción en la historia de la revolución industrial
a mediados del siglo xviii.
Crecimiento acelerado
del consumo de energía
Para concluir nuestra exposición daremos algunos datos comparativos,
tomados de la literatura sobre el tema, que si bien no brillan por su
exactitud al menos sirven para dar una visión de conjunto del desarrollo
del aprovechamiento de la energía por el hombre en el período
que nos ocupa.
Se ha estimado que hacia el año 1400, es decir, entre fines de
la Edad Media y comienzos del Renacimiento, el consumo energético
per cápita era de 26 000 kcal/día. De ellas, aproximadamente
23 % correspondía a la alimentación; 46 % a las labores
domésticas, el comercio y otros servicios; 27 % a la agricultura
y la industria, y 4 % al transporte.
Algo que salta a la vista es la tendencia a un crecimiento exponencial
del consumo de energía per cápita con el desarrollo de la
sociedad, un hecho que se evidencia aún más a partir del
comienzo de la revolución industrial a mediados del siglo xviii,
tendencia insostenible, promovida sólo por el desarrollo de las
sociedades consumistas actuales, y que es necesario llevar a límites
admisibles en beneficio del futuro de la humanidad.
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