Las aguas del Sol

 

 

Alejandro
Montecinos Larrosa
Escritor y periodista. Ingeniero mecánico. Director de la Editorial CUBASOLAR
y la revista Energía y tú.
Tel.: (537) 2059949
E-mail: editora@cubasolar.cu

La sangre es símbolo fuerte en cualquier cultura o civilización, aunque su representación icónica sea débil. Es como el agua del cuerpo, que siempre latió, que fluye, ofreciéndose generosa para los procesos vitales. El agua, a su vez, es como la sangre que desde la Creación acompaña a la materia en todos sus intersticios.

 

También es frágil su representación pictográfica. Y al mismo tiempo, cuando un niño quiere expresar la sangre o el agua dibuja una gota. La diferencia sólo radica en el color.

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra». ¿Y el agua? Según el canon cristiano todo tiene un Creador único, omnipresente, omnisciente y omnipotente. La invitación bíblica, desde la aprehensión de las parábolas, es precisa: todo llega por la Gracia del Señor. Sin embargo, llama la atención que el momento del nacimiento del agua no aparece explícito: «Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas». Lo cierto es que en el caos que precedió a la Creación ya existía el agua, como el barro divino para modelar la vida. Cuando las saetas homínidas apuntaban hacia la perdición, envió Dios el diluvio para la purificación, hacia la que siempre vamos, ateos y creyentes, con el corazón o la racionalidad.

En su Poema del cuarto elemento, Jorge Luis Borges enfatizaba: «Fue, en las cosmogonías, el origen secreto / de la tierra que nutre, del fuego que devora, / de los dioses que rigen el poniente y la aurora. / (Así lo afirman Séneca y Tales de Mileto)».

En otra referencia cultural, en la pirámide egipcia de Gizeh, Carlomagno descubrió una tablilla que revela, según la leyenda, la esencia constitutiva de todas las cosas: «Su padre es el Sol y su madre, la Luna; el Viento la lleva en su regazo; la Tierra la nutre. De ella provienen todas las maravillas del mundo. Su poder es perfecto. Separa con suavidad la tierra del fuego, lo sutil de lo denso. Lentamente asciende de la tierra a los cielos y vuelve a descender a la tierra reuniendo en sí misma la fuerza de las cosas superiores y de las inferiores». Otra vez el agua dictando la génesis y la continuidad.

El agua recurre siempre en cada salto ancestral o en cualquier asunto del espíritu: en el horóscopo con sus azares, en la práctica homeopática y sus pócimas, en el bautismo como pertenencia primaria del cristiano, en el diluvio universal como fuerza purificadora, en la asunción de la terapia floral que sucede al diagnóstico energético, en la cara lavada del hijo, en el rocío tenue. Por doquier persisten y pululan los dioses, los cultos y las fiestas del agua.

El hombre aprendió a utilizar el fuego; y nunca se ha planteado, en serio, producir agua, y siempre la usó. Quizás el primer instrumento no fue el palo para alcanzar la fruta, sino que primero utilizó la palma de las manos para beber, y después el recipiente para transportar y almacenar el agua. ¿Fue el agua el móvil que decisivamente contribuyó al desarrollo de las manos y, desde ellas y para ellas, a la humanización del cerebro?

Resulta casi irrefutable la idea de que para ganarse cada salto histórico dentro de la ciencia, la técnica, la tecnología y ¿el arte?, el hombre haya tenido que recurrir al agua (cocción de alimentos, alquimia, vapor, electricidad, fusión nuclear). En un museo de historia de la tecnología del agua puede aparecer esta evidencia.

Los ancestros siempre previeron vivir cerca del agua. A ella dedicamos grandes cantidades de nuestro tiempo personal e histórico.

El agua corre, pertinaz, por los noventa y seis mil kilómetros de venas y arterias de cualquier hombre, fluye por los resquicios del mineral más compacto, estuvo, está y es la exigencia más inmediata para la civilización que narrará nuestra historia.

El hombre, que suele ser chovinista por su desarrollo cerebral con relación a otras especies, es simplemente agua en casi las dos terceras partes de su volumen. El cerebro, su maquinaria directriz y sensorial, está constituido por 74,5 % de agua; y el corazón, el móvil metafórico de sus pasiones, tiene 79,3 %.

Muy poco sabemos del agua, aunque le busquemos ya en la galaxia nuestra, como previendo el encuentro necesario y añorado con alguna coordenada extraterrestre.
«Nadie puede bañarse dos veces en un mismo río», aseguran muchos destacando el sentido de fluidez cambiante del cauce, sin colegir que por la capacidad de mutación y renuevo del agua y sus cauces todos nos bañamos en el mismo río.

El agua es el barro del Sol, la savia divina, la memoria energética, el quinto punto cardinal (0o), la diversidad viva (hielo, agua, vapor), el mineral universal, la cantidad y la calidad del ser, la pureza insensorial y la inmaculada impureza, el principio y el fin: a ella llevan todos los caminos. Este puede ser el decálogo del agua; aunque se intuya alguna otra definición.
El agua bendita que le negaron a Juana de Arco, o la que movía algunos molinos de La Mancha en los tiempos de Sancho Panza, o la que bebió Tut-Anj-Amón, es la misma de la fusión nuclear contemporánea, o de la Coca Cola, o la que calma la sed cotidiana de nuestros hijos. Es la misma, renovada y múltiple, solar.