Las trampas de la sostenibilidad


 

Por Jorge Santamarina Guerra

En el camino hacia desarrollo sostenible, algunos conceptos pueden tender puentes para su consecución, y también, lo contrario.

 


Ciertos vocablos envuelven conceptos que, por lo general, suelen ayudar a la comprensión de ideas, proyectos y propósitos; a veces, sin embargo, algunos pueden también tender trampas. Ese es el caso de la sostenibilidad. En sus momentos de eclosión, varios de esos términos alcanzaron una significativa prestancia, e inclusive unos pocos mantuvieron después una vigencia intemporal. Dos ejemplos pudieran visualizarse como extremos,
y no sólo por el dilatado tiempo que los separa: hace dos mil años el ­pensamiento judeo cristiano situó en plano rector a la piedad, y su trascendencia filosófica, conductual y ética inauguró una nueva era en el mundo que llamamos occidental; hoy, en el entramado cubano de la música popular, el incierto calificativo de fusión ha llegado a ser casi obligatorio, y su mención es un ábrete sésamo casi mágico.

Esta divagación, sólo aparente, es para acercarnos a la sostenibilidad. El nuevo término está internacionalmente generalizado y a su influjo benéfico todo parece aspirar a ser sostenible. Pero no se trata de una nueva marca comercial y ha surgido un peligro: su uso comienza a tornarse desmedido y por ahí surgen equívocos, trampas.

Ayer como quien dice accedió al podio de la popularidad la ecología, el ecologismo. Una moda, un boom. Con anterioridad, su uso estaba restringido a las ciencias, y fuera de ellas era privativo de minorías tildadas de románticas, utópicas, que soñaban con mundos imposibles. Por fortuna se produjo una toma de conciencia mundial acerca del drama ambiental de nuestro bello planeta azul, único que tenemos: la Cumbre de Río provocó una sacudida general y el ecologismo desbordó su ámbito reservado, para devenir discurso de los más. Incontables nuevos adeptos afiliaron sus posiciones conceptuales, y en la medida de lo posible sus conductas, al mensaje subyacente en el «nuevo» vocablo, ahora afortunado y universalmente sacralizado. Los más lo hicieron de buena fe, porque vislumbraron por primera vez el peligro real del colapso ambiental; otros, sin embargo, tuvieron motivaciones muy diferentes: una trasnacional de petróleo, por ejemplo, adoptó el color verde en su imagen para hacer ver su supuesta vocación ecologista. Los dos oportunismos surgieron al unísono: el bueno, el de la comprensión y la conciencia, y el otro, el del interés y la conveniencia.

Ahora ha llegado el turno a la sostenibilidad. Por razones que tal vez pudieran rastrearse por entre los traspiés de las traducciones del inglés, en nuestro idioma suele usársele indistintamente con el vocablo sustentabilidad. Algunos rechazan, sin embargo, la analogía, y han pretendido deslindar ambos términos, llegando al noble propósito de armarles significados diferenciados. En vano. En la literatura técnica, científica o popular, ambos suelen ser en la práctica equivalentes y su pretendida diferenciación se atasca en disquisiciones forzadas y, sobre todo, estériles.

Lo primero que se advierte es que la sostenibilidad es un término de nuestra contemporaneidad, vinculado conceptualmente con el desarrollo. Hoy en día aparecen por doquier numerosas definiciones del desarrollo sostenible y los matices entre ellas son multitud, pero ha quedado fuera de toda discusión que no se trata del desarrollo sostenido, al que en su esencia aquel se le contrapone. Pasando por alto dichos matices enturbiadores, se admite que el desarrollo sostenible procura la satisfacción de las necesidades del presente sin comprometer la continuidad de esa satisfacción en el futuro, lo que equivale –y obliga– a asegurar hoy las condiciones para satisfacer las necesidades mañana. Se dice fácil.

De entrada se comprende que esa gestión sostenible de hoy garantizando también la de mañana desborda las problemáticas técnicas y económicas, e implicita una dimensión ética insoslayable. Esto complejiza la cuestión, pues los raseros éticos son tan variables, diferentes, como los códigos culturales y civilizatorios que los acunan. La definición de partida también nos permite visualizar que ese modelo de desarrollo, el sostenible, es teóricamente alcanzable cuando se trata de recursos renovables, siempre que su gestión no sobrepase la dinámica de su propia reproducción, a fin de que continúen estando disponibles en el futuro. Sin embargo, esa misma base conceptual nos obliga también a admitir que hoy en día no hay aún una respuesta ni siquiera teórica a la gestión «sostenible» de los recursos no renovables, como por ejemplo los hidrocarburos, los minerales o el espacio físico. Estos no se reproducen, se agotan, los agotamos.

La conceptualización del desarrollo sostenible tuvo su origen en la sostenibilidad ambiental, aspecto éste que con todo fundamento mantiene una marcada relevancia; sin embargo, aunque la sostenibilidad sea un vástago legítimo del ecologismo, el desarrollo sostenible no puede limitarse al horizonte ambiental, ni a ninguno otro de forma aislada. La profundización del concepto ha obligado a una visión más holística, y hoy el desarrollo sostenible se concibe erigido –a la par que condicionado– sobre cuatro pilares principales: el económico, el ambiental, el cultural y el social. Aunque están muy interrelacionados, el análisis de estos pilares de la sostenibilidad por separado es una fórmula práctica para la mejor comprensión del término (es decir, del concepto), así como para su instrumentación en la realidad social.

Resulta significativo que ese uso o consumo de hoy, en el presente, previendo garantizar el de mañana, nos retrotraiga la mirada a los ancestros, colectores o cazadores, los que por sabiduría endógena respetaban al ecosistema que los sustentaba, ya fuera polar, desértico, de montaña, pradera o selvático. Así lo reflejaron en sus cosmovisiones, cultos, creencias, mitos. En el mundo actual todo es infinitamente más complejo y es impensable un regreso utópico, absurdo, a aquella vida primitiva; sin embargo, la colosal fuerza del hombre actual, que ha colocado al planeta ante una amenaza palpable, dramática y cada vez más cercana, que ha conferido a su «cacería» y a su «colecta» modernas un poder devastador, impone inexcusablemente reasumir una actitud ética, sensata, inteligente con respecto a nuestro planeta como ecosistema. Que no hay otro. Si continuamos como vamos, mañana como quien dice nuestro gran hábitat planetario habrá agotado sus recursos y no habrá ya otro camino que tomar; si por el contrario actuamos en términos sostenibles, sobreviviremos. Por sus propias exigencias como especie, e inclusive como factor ya último de oportunidad, la humanidad está obligada a actuar sosteniblemente, desde ahora y sin titubeo.

Lo económico
Toda gestión que aspire a ser sostenible ha de ser económicamente viable, tanto para validarse a sí misma, como para respaldar también los gastos de variado tipo que hacen posible la propia sostenibilidad. De manera creciente, y por fortuna, la condición de sostenibilidad ha pasado a ser también un factor de interés económico y de motivación comercial en numerosas esferas.

El nivel económico sostenible de la gestión es aquel máximo alcanzable hoy, con garantía de poder seguir siendo alcanzado, o aún superado, en el futuro. La maximización a ultranza de los niveles económicos de la gestión no puede ser de ninguna manera el rutero de la sostenibilidad, si la misma no garantiza la continuidad de dicha gestión en el tiempo por delante. Resulta obvio que el modelo o sistema capitalista tradicional, clásico, centrado en la búsqueda y consecución de beneficios por sobre toda otra consideración, no puede ser sostenible, y ningún indicio apunta a que el capitalismo pudiera llegar a ser otro diferente del que ha sido y es. En cambio, al erigirse sobre otros presupuestos y propósitos, el socialismo permite visualizar una vía hacia el desarrollo sostenible.

Lo ambiental
Para ser sostenible, el desarrollo ha de ser respetuoso con el medio ambiente, en todos los ángulos de esa diversa interrelación. Esta es una condición de partida para la sostenibilidad, a la par que resulta ser también una de las más perceptibles y admitidas.

El uso del espacio físico para transformaciones permanentes presupone la apropiación no reversible de un recurso no renovable, necesidad inherente de toda actividad humana que haga ese uso del espacio. En este aspecto, la sostenibilidad suele enfocársela a partir de la optimización de dicha intervención espacial, mediante la planificación y el ordenamiento territoriales, para sobre esa base decidir con antelación las mejores y más racionales ubicaciones, y establecer el grado de intensidad del uso de dicho espacio.

La calidad ambiental de los espacios y los procesos es fundamento mismo de la sostenibilidad, en todos sus múltiples aspectos: optimización del uso de los recursos energéticos y creciente participación de las fuentes renovables; aplicación de los principios de la arquitectura bioclimática; empleo de materiales ambientalmente adecuados; reciclaje de los desechos y disposición técnica final de los no reciclables; optimización del uso del agua y su recirculación, educación ambiental para toda la pirámide poblacional, y otros.

Garantizar la conservación de los ecosistemas, naturales o antropizados, es premisa de su sostenibilidad, y ello no se limita a preservar sus valores de forma estática, sino a asegurar la continuidad de los procesos dinámicos que tienen lugar en todo ecosistema; esto desborda a lo biótico, y es también inexcusable en el caso de componentes abióticos que tienen su propia dinámica, como las aguas y las arenas. En ciertos escenarios es necesario establecer también las correspondientes capacidades de acogida, y el consiguiente monitoreo de las dinámicas de los cambios que se produzcan, a fin de propiciar rectificaciones oportunas, es decir, antes de que peligre su sostenibilidad.

Lo cultural
El desarrollo sostenible ha de ser igualmente respetuoso de los valores y las expresiones culturales, en particular su calidad, diversidad y legitimidad. En este contexto el desarrollo sostenible gestiona dos grandes tipos de recursos: los correspondientes al patrimonio registrado o físico, y los del patrimonio inmaterial o vivo. Los primeros comprenden los núcleos urbanos, las expresiones arquitectónicas y edilicias, los centros histórico-patrimoniales y rituales, las piezas museológicas, las ruinas y en última instancia cualesquiera realizaciones materiales de origen humano. La sostenibilidad de este patrimonio registrado se basa esencialmente en su conservación más o menos estática, a veces mediante su recuperación y restauración por actores especializados, pero cuya continuidad en el tiempo requiere inexcusablemente de consciente participación social, comunitaria en primer lugar y de la sociedad en general.

El segundo grupo, referente al patrimonio vivo, comprende las manifestaciones artísticas que se consumen en el mismo momento en que se producen, por ejemplo, la música. Su sostenibilidad se basa no en su preservación estática, sino por el contrario, en garantizar que continúe desarrollándose en el tiempo la dinámica intrínseca de dichos procesos artístico-culturales, a fin de posibilitar su permanente evolución, enriquecimiento e inclusive la diversificación de dichas manifestaciones.

Lo social
El desarrollo sostenible ha de ser respetuoso también con los valores sociales sobre los cuales se sustenta la interrelación gestión-sociedad. Esta es otra condición de partida. Ese respeto ha de manifestarse primariamente en su entorno comunitario, pero no ha de limitarse a él, por cuanto la gestión sostenible deberá abarcar aspectos y marcos sociales que lo desbordan, propiciando a sus participantes, gestores y receptores, la interacción con otras realidades socioeconómicas, inclusive lejanas.

El desarrollo sostenible no actuará como un agente desnaturalizador de lo social, sino por el contrario, como incentivador de constructivos y enriquecedores procesos e intercambios sociales, dirigidos a acrecentar el sentido de identidad, la autoestima y la pertenencia de los individuos, las comunidades y los pueblos. Su gestión se articulará con el entramado y la vida sociales de forma natural, sin provocar impactos adversos en cualesquiera sentidos. En el caso cubano, por la vocación y propósitos de su proyecto social, este pilar del desarrollo adquiere una dimensión de particular interés y atención.

No desconocemos que esta apretada visión de la sostenibilidad, del desarrollo sostenible, pudiera generar zonas brumosas. Sobre todo, ante la prolija abundancia con que hoy en día suelen emplearse dichos términos, a veces hasta en esferas para las cuales no hay aún, ni se les vislumbra tan siquiera, una respuesta teórica a su pretendida sostenibilidad. Sin embargo, por entre esa abundancia podemos apreciar que desde ya resulta provechoso que este concepto, como lo fueran en el pasado remoto la piedad cristiana, y en nuestro presente el ecologismo, haya afortunadamente alcanzado un sitio propio en el pensamiento y la gestión social contemporáneos. Porque al fin y al cabo su rol es social, su propósito es para el bien de todos, y también por fortuna se ha entronizado para quedarse y abrir nuevos caminos.

Sólo añadiríamos una modesta consideración final, e intencionadamente provocadora: con el saber y la cultura de estos tiempos, es conveniente mantener el olfato sensibilizado para no dejarnos confundir con las trampas de la sostenibilidad. Ya sea para ver más allá del verde premeditadamente engañoso de la transnacional de petróleo, como para poder raspar barnices «sostenibles» en propósitos de desarrollo quizás bien intencionados, pero en rigor insostenibles.