La política y la cultura energética

Por Marta M. Pérez Gómez

Desde finales del siglo XX los debates sobre degradación ambiental, cambios climáticos
y equilibrio ecológico incluyen tópicos como pobreza, equidad
y desarrollo sostenible, y rebasan los predios puramente científicos y se extienden a los foros internacionales de carácter político.

Ya en 1972, en Estocolmo, durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, se reconoce por parte de los Estados participantes la apremiante necesidad de buscar soluciones para evitar el deterioro ambiental que venía sufriendo nuestro planeta y lo convertía en un peligro para la supervivencia de la especie humana.

 

Pero no es hasta 1992, en la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas, celebrada en Río de Janeiro, que cerca de 173 Estados firman la Agenda 21, con lo cual reconocen que la protección del medio ambiente, el desarrollo humano y el desarrollo económico son componentes del desarrollo sostenible, y que éste es la única alternativa para el desarrollo de nuestra civilización. Esta Conferencia constituyó un hito importante en la comprensión del significado del concepto de desarrollo sostenible y la necesidad de su urgente instrumentación por parte de los políticos, pues se trata del reto de satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas.

Actualmente más que emergencia esta instrumentación se ha convertido en una acción vital para evitar la extinción de nuestro planeta y, con él, de la humanidad. De ahí el necesario compromiso de los Estados de construir una sociedad mundial humanitaria y equitativa, para lo cual han de promover y fortalecer, a nivel local, nacional, regional y mundial el desarrollo económico, el desarrollo social y la protección ambiental, pilares independientes y sinérgicos del desarrollo sostenible.

La producción y consumo de energía tiene una fuerte influencia en el logro del desarrollo sostenible. La energía puede ser un instrumento valioso en su materialización, pero también puede transformarse en un obstáculo tan grande que eche por tierra la mayor aspiración de los hombres: alcanzar una vida plena, equitativa y digna.

Lo anterior se afirma porque la energía posee estrechos vínculos con la economía, las cuestiones sociales, como son la pobreza, la urbanización, el crecimiento de la población y la falta de oportunidades para la mujer, entre otras; y por último, la protección del medio ambiente, pues no podemos olvidar las emisiones de gases de efecto invernadero resultantes del consumo de combustibles fósiles causantes de los cambios climatológicos.

Un eficiente sistema energético impulsa el crecimiento económico, por tanto su desarrollo constituye clave para cualquier país; sin embargo, el acceso a ella y su utilización varía entre los países ricos y pobres. Mientras que Canadá y los Estados Unidos consumen alrededor de 330 gigajulios per cápita al año, el África Subsahariana sólo consume alrededor de 20 gigajulios. Estas abismales diferencias en el consumo obstaculizan el desarrollo sostenible.

La utilización de la energía eleva espectacularmente las oportunidades de los ciudadanos para disfrutar de un confort, movilidad y productividad nunca antes alcanzado, pero nos convierte en consumidores dependientes de los servicios energéticos; hoy prácticamente la totalidad de las actividades económicas necesitan de estos servicios, mientras que en los hogares dichos beneficios incluyen iluminación, cocción de los alimentos, refrigeración y transporte, entre otros.

En los países industriales las personas consumen cien veces más energía, en términos per cápita, que antes de que los seres humanos aprendieran a utilizar la energía del fuego; sin embargo, cerca de dos mil millones de personas, la tercera parte de la población mundial, quedan excluidos de los servicios energéticos comerciales, es decir, no existe un acceso universal a los combustibles modernos y a la electricidad, lo cual representa una falta de equidad con dimensiones morales y políticas.

Aunque es incuestionable el potencial de la energía para alcanzar el desarrollo económico y social, también lo es la repercusión que tiene en la degradación del medio ambiente, ya que la combustión de combustibles fósiles es la mayor fuente antropogénica de gases tóxicos que atentan contra la salud humana, en específico, y en general contra la salud de los ecosistemas.

Otra problemática que deben enfrentar los gobiernos en el tema energético es el mercado de los combustibles y su dependencia a los vaivenes de sus precios, que se comportan de forma muy volátil e inconsistente.

La demanda mundial de energía tiene actualmente la tendencia a aumentar, pronosticándose que dentro de veinte años habrá crecido cerca de dos tercios por encima de la demanda existente y aunque para los próximos 50-100 años no parece existir límites en su consumo, para el logro de un desarrollo sostenido a escala mundial se hace indispensable la búsqueda de nuevas fuentes de energía y una mayor eficiencia en su producción y distribución, de lo contrario se acelerarán los daños en el medio ambiente, aumentará la desigualdad y no sólo el desarrollo económico mundial estará en peligro, sino también la especie humana y el planeta.

Esto significa que el diseño de cualquier estrategia de desarrollo sostenido no puede excluir la búsqueda y desarrollo de un servicio energético sostenible, o sea, una energía sostenible como resultado de una producción y consumo que fomente el bienestar humano equitativo y el equilibrio ecológico a largo plazo.

El desarrollo de un sistema energético sostenible no puede ser un propósito exclusivamente del Estado; en él deben participar todos los actores que de una manera u otra están implicados y que deben cambiar sus patrones de producción y consumo, como los gobiernos, las empresas y cada uno de los miembros de la sociedad civil. Estos actores deben alcanzar un consenso en las acciones que se deben ejecutar para materializar el objetivo trazado.

En el logro de este consenso la política desempeña un rol fundamental, pues es desde el poder que se trazan las políticas públicas encaminadas a transformar los insostenibles patrones de producción y consumo energéticos predominantes en nuestra sociedad, y en las que se logra la interconexión necesaria para el éxito de los actores implicados en las transformaciones proyectadas.

Un elemento importante para promover la sostenibilidad del servicio energético es su eficiencia. En la actualidad, a nivel mundial, la eficiencia para transformar la energía primaria en útil es aproximadamente un tercio de la energía primaria procesada, magnitud que no garantiza las actuales demandas del desarrollo sostenible.


De las centrales nucleares a las bombas atómicas:
una relación peligrosa.

Sin embargo, las tecnologías que actualmente se utilizan están lejos de alcanzar los límites teóricos de su perfeccionamiento, lo cual significa la existencia de numerosas oportunidades económicas para elevar la eficiencia energética. El aprovechamiento de estas será beneficioso para los consumidores de energía y para la economía en general, pues representaría unos ser vicios energéticos menos costosos y una reducción de la contaminación ambiental.

Entonces, ¿por qué el potencial técnico, económico y social de la eficiencia energética y su impacto en el desarrollo sostenible es tradicionalmente desaprovechado? La respuesta a esta interrogante no podemos hallarla solamente en lo económico, sino también en lo político, por varias razones:

Primero, implica inversiones que requieren financiación; con frecuencia los costos iniciales son altos y no se tiene seguridad de obtener beneficios económicos a corto plazo, lo que resulta poco estimulante para las empresas privadas.

Segundo, tampoco tiene mucha aceptación entre los políticos, porque al ser una actividad descentralizada y dispersa resulta difícil integrar en una estrategia común a los diferentes agentes que se ven involucrados en ella.


La especulación financiera atenta contra
la consecución del desarrollo sostenible.

Contradictoriamente, son los políticos quienes más pueden contribuir a desarrollar esta estrategia, ya que tienen en sus manos los instrumentos vinculantes necesarios para garantizarla. Pueden diseñar políticas públicas dirigidas a eliminar las barreras que impiden una mayor eficiencia energética, como la aprobación y aplicación de mecanismos de precios directos o indirectos, normas de eficiencia y la formación de profesionales, sin contar que pueden decidir la utilización de mayores porcentajes del producto interno bruto (PIB) para esta finalidad.

Como se reconoce en el Informe Mundial de Energía y el Reto de la Sostenibilidad, «...para una implantación con éxito de las mejoras de eficiencia energética son esenciales normas legales, consumidores, proyectistas y responsables de la toma de decisiones bien informados, operarios motivados y un sistema de pagos adecuado»; estos factores influyentes pueden garantizarse desde la política.

Por tanto, si es bien cierto que los elementos económicos certifican financieramente las inversiones que se deben realizar, los políticos se convierten en decisorios al trazar políticas públicas que aglutinen en una acción común a todos los agentes que intervienen en el necesario incremento de la eficiencia energética y con ella en el desarrollo sostenible. También en el desarrollo de las investigaciones y aplicación de nuevas fuentes de energías sostenibles desempeña un papel importante la política.

En la proyección de nuevas fuentes de producción energéticas, un candidato que posee muchos adeptos son las fuentes renovables, al tener la ventaja de proporcionar servicios energéticos con emisiones nulas o casi nulas de contaminantes atmosféricos, y de gases de efecto invernadero. En la actualidad las fuentes renovables aportan 14 % de la demanda actual de energía en el mundo.

Que tenga muchos adeptos no significa que adolezca de detractores, sino al contrario, tiene obstáculos que vencer, como los riesgos económicos, disponibilidad limitada de mercados, lagunas informativas y tecnológicas y, por último, la falta de los recursos financieros requeridos para las inversiones que permitirían la utilización masiva de estas fuentes, de ahí que el Estado desempeñe un papel importante en el fomento de las energías renovables, ya sea aportando los recursos financieros necesarios o estimulando a las empresas para que sean ellas quienes desarrollen esta alternativa.

Pero, para que haya producción es ineludible la existencia de un mercado y para asegurar que este sea un mecanismo estimulador del consumo de energías limpias y renovables no es suficiente el establecimiento de políticas de precios por parte del Estado; es necesario la creación de patrones de consumo sostenibles, y para esto hay que tener en cuenta el entramado cultural en que se desarrollan estos patrones.

En fin, el desarrollo de un sistema energético sostenido exige una perspectiva a largo plazo y amplia participación en la formulación y ejecución de políticas públicas dirigidas a modificar pautas insostenibles de producción y consumo, para lo cual se requieren cambios en el entramado cultural de productores y consumidores, es decir, requiere de la creación de una cultura energética sostenible. Sólo así podrá contribuir al objetivo mayor, el desarrollo sostenible y la creación de una sociedad más humana.

La cultura energética no se limita a cada una de las tecnologías productoras de energía, sino también al conjunto de hábitos y costumbres que llevan a un consumo desproporcionado y perjudicial de energía. También se refiere al hecho de que el cambio en esta cultura pasa por los factores de conocimiento, sicológicos, valorativos y las acciones correspondientes que deben conformar una cultura energética sostenible.

El conocimiento es un elemento fundamental en la formación de cualquier cultura, pues nos provee de la información imprescindible para conocer las causas y consecuencias de los fenómenos; por tanto, corresponde a la política la divulgación de las consecuencias que, por ejemplo, tiene el consumismo energético como cultura depredatoria del medio ambiente. En este sentido el conocimiento contribuye a la formación de nuevos modelos de comportamientos psicológicos ante el fenómeno energético.

La formación de valores nuevos hacen cambiar las actitudes en la búsqueda de un equilibrio entre la satisfacción de las necesidades, la búsqueda de una producción limpia y el cuidado del medio ambiente, lo que implica el desarrollo sostenible en la problemática energética.