Acta

 

Por
Jorge Santamarina Guerra*

Llega a nosotros, con la estela útil
de las buenas noticias, esta viñeta
del libro en gestación Islas desordenadas.
Nuevos pasajes (y fantasmas),
del escritor y ecólogo Jorge Santamarina, quien comparte con Energía y tú
su saber y lealtad, desde su Finca-Isla,
en la que cuida sus árboles y animales,
y del olvido sus vivencias.

 

Tras un invierno muy seco, en cuyos últimos meses no cayó ni una discretísima llovizna, y que se prolongó hasta todo mayo, a partir de junio no ha dejado de llover, en intervalos frecuentes de muchos días seguidos. Luego de la sequía dilatada, polvorienta y marchitante, ahora en cambio son ya varios los meses consecutivos de fango hasta el tobillo, con las tímidas cañadas convertidas en torrentes, y la maleza y los bejucos expandiendo por doquier en la Finca-Isla su manto asfixiante. Como los habitantes del Archipiélago somos dados a ser, el clima está de extremos.

Tal vez sea por eso que la naturaleza parece estar confundida. Orquídeas que florecen a partir de noviembre han abierto colores en agosto, por primera vez el canistel ha tenido una segunda parición en estos meses de agua a mares, las naranjas que suelen saborearse al nacer septiembre están todavía en proceso a fines de octubre, y algo que me entristece en particular es que desde hace varias semanas no escucho a las aves cantar. Un hombre de campo me dijo «no cantan porque están en la muda», pero sospecho que va siendo una muda demasiado prolongada. Ni mi sinsonte amigo, ese atrevido que picotea las guayabas tras la casa y que hasta les escamotea la comida a los perros en sus propios platos, ni siquiera ese magnífico imitador emite sonido alguno: sencillamenteha enmudecido. Quisiera comunicarme con él para preguntarle la causa de su huelga sonora. «El tiempo está al revés», le escuché decir a otro campesino.

Todo lo anterior es sólo una suerte de pórtico. Cuando no de las guerras, leitmotiv cotidiano, las noticias hablan de las catástrofes naturales: cambio climático, gases de efecto invernadero, agujero de la capa de ozono, lluvia ácida, desertificación, pérdida de la biodiversidad, extinciones, inundaciones y sequías, en fin, el desastre ecológico que hemos provocado en nuestro bello planeta azul, único que tenemos. A fuerza de repetido, y quizá precisamente por eso, el recitativo de tales desgracias hasta ha ido perdiendo prestancia: como la letanía de las guerras, ha llegado a insensibilizar. Sin embargo, lo dramáticamente cierto es que hemos enfermado nuestra casa común, sólo que la enfermedad ambiental se nos antoja tan vasta, e incurable, que cada cual parece únicamente preocupado por mantener su cuartico lo mejor equipado posible. Y los que no lo tienen, muchos millones, pues a esperar a cielo descubierto la limosna de alguna sopa internacional que les alivie un poco su conteo final.

Nuestro ancestral deporte de matarnos los unos a los otros, que continuamos practicándolo con imperturbable disciplina, da indicios de no contentarnos ya lo suficientemente. Como seres superdotados que somos, hemos decidido entretenernos en una cacería aún mayor, la mayor de todas: matar al planeta. Además, en esta era postmoderna, globalizada y del «fin de la historia», quizá sea esa la única verdaderamente digna de nuestro maravilloso arsenal científico-técnico. Certeros, ya tenemos a la presa en el colimador, o en la pantalla, según se prefiera. Sin embargo, y por fortuna, frente a esos aterradores molinos de viento redivivos han surgido lanceros de nuevo tipo, predicadores sin íconos y herejes de estos tiempos, sin duda, que afirman ser portadores de remedios.

Mencionan cosas tan descabelladas como nuevos modelos económicos y cambios sociales, y, para colmo, hasta hablan de una cultura humanista que deje atrás la secular ambición humana, el sempiterno egoísmo y el desmedido consumismo, para poner en su lugar eso tan simple que es la simple sensatez. ¿Suena a utopía, verdad?
Dado a los sueños y a esa bella forma de soñar que son las utopías, ésta de la sensatez me ganó de inmediato. Así las cosas, alguien o algo, tal vez el propio sinsonte amigo, me susurró que la hermosa dama, es decir, la utopía, necesitaba ayuda, y, a falta de lanza y de rocín, decidí hacer lo único que vislumbré al alcance de este caminante de las islas. Acorde con la nueva filosofía de aceptación de la diversidad y de la participación múltiple, con todos y para todos, cantares también del mismo sueño, realicé un referéndum en la Finca-Isla. Convoqué a todos, a animales y plantas, domésticos y silvestres, útiles y «dañinos», a todos sin excepción, y el voto a favor de la utopía fue unánime. Ningún consenso diplomático y contemporizador: inequívocamente uná-nime.

Para mi sorpresa, las piedras, por lo común herméticas y nada alarderas, se enteraron del asunto y me hicieron llegar su voto también favorable, a la par que patentizaban su disgusto por haber sido excluidas. Traté de disculparme con ellas argumentando procederes inconscientes arrastrados del ayer elitista (que, por cierto, no me consta que hayan aceptado), y redacté el acta del referéndum. Suscrita por mí en nombre de todos, piedras incluidas, por supuesto, y contentiva también de su aprobación general para que yo procediera como tal, le di forma al Acta Pro Utopía de la Sensatez. Y aunque no tengo a quién enviársela, para que así conste firmo la presente...

* Escritor e Ingeniero Agrónomo. Miembro de CUBASOLAR y la UNEAC. Autor, entre otras obras, de las novelas El bambara, Aguas calientes y El fantasma de Caburní, y los cuadernos de cuentos Claves de guao, Siempre que veo un gavilán y Ola y resaca, además del libro Turismo de naturaleza en Cuba, en coautoría con Norman Medina.
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