Agricultura, ciencia
y alimentos
Por
Ismael Clark arxer*
Nexos entre tres asuntos de vital importancia para la humanidad.
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En la época en que tuvo lugar el triunfo de la Revolución Cubana, hace casi exactamente 50 años, la inminencia de una crisis generalizada de alimentos a nivel mundial desembocó, en virtud de notables aportaciones científicas y tecnológicas, en un explosivo aumento de la productividad y la producción bruta de productos agrícolas, sobre todo de maíz, arroz y trigo, que sería después conocida como la «revolución verde».
Una consecuencia positiva por entonces de aquellas transformaciones tecnológicas fue el significativo crecimiento de la disponibilidad global promedio de alimentos en casi 25% por persona, en 1998, con relación al nivel de 1961 y una reducción de los precios, en ese período, del orden de 40%. Sin embargo, los efectos prolongados de esa actividad agraria intensiva son en la actualidad fuente de graves problemas medioambientales como la desertificación, la mayor emisión de CO2 y otros gases de efecto invernadero, la pérdida de la biodiversidad y la contaminación de las aguas.
El costo ecológico de aquel salto tecnológico y productivo se puede evidenciar en el hecho de que en el lapso de unas pocas décadas la irrigación (y por tanto el consumo agrícola de agua) se ha más que duplicado hasta abarcar actualmente cerca de 200 millones de hectáreas; el consumo de fertilizantes químicos se incrementó a su vez en más de 30 veces y también aumentó sensiblemente la mecanización con el consiguiente gasto de combustibles fósiles y afectaciones a los suelos.
Hasta hace poco, muchos en el mundo tendían a considerar estos impactos como un mal necesario para producir suficientes alimentos y satisfacer las necesidades de la población, lo que debía por tanto anteponerse a cualquier otra consideración. Este enfoque es en la actualidad absolutamente inaceptable en tanto entrañaría un virtual suicidio, a un plazo no tan largo, de la especie humana.
Para complicar aún más las cosas, en los últimos diez años la producción de alimentos se ha estancado y en virtud del aumento de la población mundial, se prevé una disminución del per cápita alimenticio. En la actualidad, más de 16% de la población mundial, casi mil millones de personas, viven en pobreza absoluta y sufren de hambre crónica. La mayoría de ellos son agricultores y sus familias, cuyas condiciones de vida dependen de pequeñas áreas de tierras empobrecidas, cada vez más afectadas por la sequía, la salinidad, las plagas y las enfermedades.
En los países pobres, los rendimientos agrícolas se han estancado: el ganado es afectado por enfermedades parasitarias y es insuficiente la producción de carne, leche y huevos.
En contraste, en los países desarrollados existe una sobreproducción de alimentos y los avances en la biotecnología y en la tecnología de la información contribuyen a mejorar la salud y el bienestar en general.
La preocupación principal relacionada con la alimentación en estos países es acerca de la calidad de los alimentos, con una tendencia creciente a consumir alimentos orgánicos y con preocupaciones del público —no siempre racionales— sobre la producción alimentaria basada en la alta tecnología.
En el futuro la brecha apuntada en materia de seguridad alimentaria será incluso mayor, habida cuenta que la población en esos países prácticamente no crecerá, en tanto que aumentará cerca de 40% en los países en vías de desarrollo.
También en las últimas cuatro décadas, en China y otros países asiáticos en vías de desarrollo han tenido lugar cambios importantes en los factores de la producción que han logrado incrementar notablemente la producción de algunos alimentos. En paralelo con el aumento de la capacidad adquisitiva de los ciudadanos, principalmente en China, se ha producido una tendencia creciente al consumo de proteína animal; para satisfacerla se ha elevado a su vez la demanda de la proteína vegetal empleada como pienso, con la consiguiente disminución de su eficiencia en relación a su consumo humano en calidad de vegetales.
La situación descrita se ve agravada por el deterioro del medio ambiente determinado por el cambio climático, resultante a su vez este último de las acciones humanas, tanto por el irracional modo de vida prevaleciente principalmente en los países industrializados, como por la persistencia en el empleo de sistemas de producción conceptualmente obsoletos, del tipo altamente contaminante. El reto actual de las ciencias y la tecnología agrarias es lograr un nuevo salto de calidad, pero esta vez hacia una agricultura sostenible.
Sin sustituir gran parte de las tecnologías actuales y sin una mejor distribución de la riqueza y el acceso a los alimentos no se podrá alimentar la población creciente, preservar el ambiente y menos aún mejorar la salud humana, incrementar de modo sostenido la productividad del trabajo y evitar con todo ello el caos político y social. Dicho caos, que pudiera mejor describirse como convulsiones sociales incontrolables, es el resultado final inevitable si no se rectifican drásticamente no sólo los criterios tecnológicos, sino también lo que un comentarista ha denominado «lógicas perversas» que tienden a prevalecer en la actual economía globalizada.
Se ha denunciado como una de las más escandalosas de esas lógicas perversas globales al impulso, por parte de determinados gobiernos y consorcios trasnacionales, a la producción industrial de agrocombustibles, principalmente etanol. Se presenta de forma acrítica a los agrocombustibles como una alternativa ambientalmente amigable, frente a los efectos del calentamiento global y el consecuente cambio climático; pero la mayoría de los enunciados en la campaña mediática y política llevada a cabo para «persuadir» a la opinión pública son falsos.

Lo paladinamente cierto es que el capitalismo aprovecha cada desastre que provoca para generar nuevos negocios. Estados Unidos y Europa han adoptado regulaciones para que se tengan que incluir determinados porcentajes de agrocombustibles en el consumo de sus automóviles en el transcurso de la próxima década.
El G8 solicitó al Banco Mundial que abriera créditos para apuntalar el desarrollo de este tipo de cultivos en los países del sur, lo cual ha hecho.
Varias razones explican este «negocio redondo». Los que invierten están entre las mayores empresas del planeta, es decir, las grandes industrias automovilística y petrolera, así como los monopolios que controlan la distribución de cereales y el sector de semillas y agroquímicos.
Un estudioso mexicano reveló en un reciente artículo cómo la cuestión parte del hecho, a fin de cuentas, de que la industria automovilística tiene una sobreproducción anual. Existen mil millones de autos en el planeta —para una población de 6 mil 600 millones de personas.
Se producen cerca de 80 millones de nuevos autos cada año, pero el consumo apenas rebasa los 60 millones. Esa poderosísima industria, que está entre las más grandes del planeta y es la causante principal del calentamiento global, vio ahora una oportunidad excelente de aumentar sus ventas.
Con la obligatoriedad de incorporar una mezcla de agrocombustibles en la gasolina debido a las nuevas regulaciones, los automóviles deberán ser necesariamente cambiados por otros que se adapten a ello.
Un interesante comentario periodístico, publicado en el presente año, resaltaba otras aristas de esta doble amenaza ecológica y económica. En el mismo se apuntaba cómo el precio de los productos agrícolas subió en el último semestre y con ello, los alimentos.
La explicación preferida por las grandes agencias internacionales de noticias consiste en atribuir tal aumento al consumo de cereales para producir etanol y a que los chinos comen mejor. Pero en la medida en que ambos hechos, aunque ciertos, han sucedido de forma gradual, la explicación no es adecuada. En realidad, el brusco aumento del precio en productos agrícolas, petróleo y materias primas coincidió con el repentino colapso del dólar y con que esos productos se cotizan internacionalmente en esa moneda. En un año, el precio global de alimentos subió 40% en dólares, el dólar cayó 28% ante el euro y 130% con respecto al oro. ¿No están acaso interconectados estos factores?
La necesidad de reflexionar sobre el tema obedece a razones nada triviales.
El efecto combinado del cambio climático y las aventuras en agrocombustibles repercuten no sólo en la producción directa de alimentos sino que es capaz de influir también a lo largo de la cadena de distribución de los mismos y en las cuatro dimensiones de la seguridad alimentaria: esto es, la disponibilidad de alimentos producidos en un país o susceptibles de ser importados; el acceso a los recursos para producir o comprar alimentos; la estabilidad en el suministro, tanto desde el punto de vista ecológico como macroeconómico y, finalmente, en lo relativo a la utilización de los alimentos, las preferencias de los consumidores y a la inocuidad de los propios alimentos y del agua.
En las nuevas condiciones mundiales, las plantas y los animales se exponen con mayor frecuencia o intensidad a brotes de plagas y enfermedades. La modificación de las temperaturas, la humedad y la salinidad apuntan hacia que se producirá una extensión de las plagas y enfermedades hacia nuevas zonas geográficas, suscitando nuevos riesgos, de alcance difícilmente predecible. Aún sin apelar a tan adversos presagios se calcula que, en la actualidad, no menos de 10% de la producción potencial de alimentos se pierde a causa de enfermedades de las plantas.

Toda esta temática cobra entre nosotros particular relieve, a la luz de la imprescindible recuperación que el país requiere en materia de producción alimentaria, severamente afectada por los fenómenos meteorológicos extremos que nos azotaron en las últimas semanas, así como a mediano y largo plazos en virtud de los inevitables efectos que ya tiene y que continuará teniendo el cambio climático sobre nuestros agroecosistemas, efectos matizados por nuestra característica insular, posición geográfica y estructura geológica. Adaptarnos de la mejor manera posible a esa cambiante realidad habrá de ser un objetivo científico de la mayor prioridad y permanencia. A partir del triunfo revolucionario de 1959, y en el casi medio siglo transcurrido, el sector agrario ha contado con la permanente atención de la dirección del país, que desde muy temprano encaminó los pasos para edificar una infraestructura científica y tecnológica vinculada al mismo. Si bien no está exenta de dificultades, carencias y limitaciones, esa infraestructura se encuentra hoy disponible y es un factor de optimismo para enfrentar los retos del futuro.
Hay logros significativos en otras esferas que sustentan ese optimismo. A pesar de medio siglo de continuada agresión política, acoso económico y financiero y bloqueo comercial por parte de sucesivas administraciones norteamericanas, Cuba se sitúa hoy entre los países de mediano ingreso per cápita, pero en cuanto a Desarrollo Humano está conceptuado entre los de más alto nivel, llegando a exhibir indicadores de salud superiores a los propios Estados Unidos. A esto contribuye también sin duda el hecho de que nuestro país es uno de los más equitativos del mundo, acompañando a países como Suecia y China entre los cinco con mayor nivel de equidad. Ha sido también apreciado como el único con indicadores ambientales compatibles con un futuro sostenible. En todos estos trascendentes aspectos, se aprecia la profundidad y continuidad de una voluntad política consecuente. Se expresan también, a mi modo de ver, los frutos de la siembra realizada en materia de ciencia y tecnología y de su enfoque hacia las necesidades del pueblo y del desarrollo del país. Hay razones por tanto para ser optimistas, aún si aquilatamos lo gigantesco del esfuerzo que tenemos por delante.
* Doctor en Ciencias. Presidente de la Academia de Ciencias de Cuba (ACC).
Este artículo apareció originalmente publicado por Prensa Latina.
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