El hambre nuestra de cada día
Por
Alejandro Montesinos Larrosa*
La comunicación que establecemos los letrados acerca de los hambrientos, casi siempre adolece de un detalle: desconocemos el lenguaje del hambre: la saciedad nos ciega.
En esta civilización de la estadística (que llaman del «conocimiento»), desconocemos cuántos decibeles tiene el hambre, de qué color son las ayunas, dónde se aposenta el desamparo, cómo llegar a las migajas que no llegan.
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Los periódicos publican, casi con euforia, que existen planes para reducir la miseria a la mitad (la otra fracción que se apunte en la lista de espera). Cualquiera debería tener el derecho a publicar lo que le plazca, so pena de repudio ante una infamia; pero los diaristas reseñan, impunemente, que los presidentes consienten en suscribir una estafa (con impunidad): lucharán por reducir la hambruna a la mitad (en política, como norma, la mitad más uno conlleva al triunfo).
Las estadísticas y los diccionarios, dos sacrosantos de la postmodernidad, presentan credenciales de imparciales y objetivos. Uno de ellos, el de la Real Academia Española, sentencia (en su primera acepción) que el hambre es «gana y necesidad de comer» (cualquier sinonimia con la «bulimia» es puro sarcasmo).
¿Cuánta tragedia detrás de esa «gana y necesidad»?
Las estadísticas, frívolas casi siempre, no logran captar esos matices, esas «contracciones del estómago vacío», como pudiera describir un manual de fisiología a la usanza.
Guillén (el cubano) puso al hambre en su jaula de El Gran Zoo:
Ésta es el hambre. Un animal
todo colmillo y ojo.
No se harta en una mesa.
Nadie lo engaña ni distrae.
No se contenta
con un almuerzo o una cena.
Anuncia siempre sangre.
Ruge como león, aprieta
como boa,
piensa como persona.
El ejemplar que aquí se ofrece
fue cazado en la India (suburbios
de Bombay),
pero existe en estado más
o menos salvaje
en otras muchas partes.
No acercarse.
Del hambre todos huimos, o lo intentamos. Lo logramos casi siempre los letrados.
Onelio Jorge Cardoso (otro cubano) sentenció al final de su cuento «El caballo de coral»: «…mientras más vueltas le doy a las ideas, más fija se me hace una sola: aquella de que el hombre siempre tiene dos hambres».
¿Cómo aprender a leer, con hambre? ¿Cómo asegurarnos la elemental torta de maíz, con abstinencia energética forzada? ¿Cuándo sentiremos, más adentro de la epidermis, la desventura del hambriento?
«Hay niños que en el mundo no tienen un pedazo de pan, hay niños que en el mundo no tienen medicina», expresó otro cubano lúcido, Fidel Castro, y nos estremecieron esas palabras cotidianas como aguijones.
Veamos algunas cifras (sin ellas nos sentiríamos tuertos o nos arrastraríamos con muletas). Nos dicen, los voceros de la FAO, que ya llegamos a la cifra de 1 020 millones de hambrientos, en este planeta azul —dicen los cosmonautas—, y único que tenemos; 31 países con inseguridad alimentaria necesitan ayuda de emergencia. Los pronósticos (¿cómo prescindir de ellos?) vaticinan que en el 2050 deberíamos casi duplicar la producción de alimentos para satisfacer las exigencias de 2 300 millones de estómagos humanos adicionales a los que ya pululan en el 2009.
Y no nos contentamos con las cifras; exigimos conceptos: ¿es el hambre una enfermedad, o un estado anímico, o una pandemia…, o una irreverencia de los izquierdistas para justificar las revoluciones?
Los poemas, las fotografías, los discursos, los documentales, los sitios Web, en fin, las palabras y las imágenes… (y hasta los editoriales como este), intentan sensibilizarnos sobre un hecho que flagela a un quinto de la población mundial. Habría que tener una mínima dosis de humildad para saber que la vida exige mucho más: «A la patria ¡más que palabras!», nos exhortó José Martí, el cubano grande (y para él, «patria es humanidad»).
Sin retóricas: por el hambre de nuestros prójimos de hoy, acusamos desde aquí a los paladines de la carrera armamentista (y, por extensión, de las guerras), a los predicadores y oficiantes del mercado (a buen resguardo en sus despensas abarrotadas), a los financistas de la publicidad comercial primermundista (por la que se dilapidan insensiblemente las finanzas del mundo), a los incitadores y sostenedores del actual sistema energético mundial (avasallador de la natura que nos acoge), a los ideólogos del fin de la Historia (creyentes en su status de señores de hombres), a los aduladores de los imperialistas y a los imperialistas, es decir, a los gendarmes del Imperio.
Es injusta el hambre que padecen nuestros congéneres. Tendríamos que ser «siempre capaces de sentir en lo más hondo una injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo », como nos conmina Ernesto Guevara, ese cubano por derecho inalienable.
* Escritor, editor e Ingeniero Mecánico.
Máster en Periodismo.
Director de la Editorial CUBASOLAR
y de la revista Energía y tú.
e-mail: amonte@cubaenergia.cu
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