Verbo y energía

Por Jorge Santamarina Guerra*

 

Huracán
Para acrecentar tal vez su violencia y su misterio, el huracán pasó de noche. A medianoche, hora de espectros. A La Finca Isla llegó de pronto, la golpeó y mucho.

 

Sus ráfagas parecían tener vida, una extraña vida rugiente, pavorosa, capaz de derribar árboles centenarios, desgarrar las ramas más robustas, arrancar techos que parecían inamovibles, hacer daño, mucho daño. Por entre la negrura cómplice, destellos fugaces permitían entrever al monstruo, dibujarle sus golpes demoledores. La lluvia no caía, el viento la obligaba a acompañarlo en su correr.

Era un demonio espasmódico el huracán, cuyos estertores brutales se alternaban con calmas sorpresivas y sus rugidos imponentes con silencios sobrecogedores. Como si en cada hito reposara el cíclope para su nueva embestida cada vez más implacable, para su nuevo alarido aún más espantoso. Pensé en las aves, ¿podrían sobrevivir?, ¿cómo, dónde?El monstruo partió en la madrugada y el amanecer fue brumoso y calmo. Singularmente calmo. Sólo las heridas delataban al huracán del rato atrás; la naturaleza lastimada, aturdida, parecía ahora yacer en una suerte de letargo tras los desgarramientos. Deambulé sin brújula y con pesar por La Finca Isla adolorida, mutilada, cuando de pronto me saludaron los pájaros.

Ahí estaban, ahí permanecían y cantaban. Cantaban. Por sobre los destrozos
de la violencia inanimada me hicieron percibir una fuerza mayor, mucho mayor, y los recibí con admiración y más grande aún agradecimiento.

Sino mutante
Escuché decir a sus lugareños que el viento había sido siempre el sino de Tarifa, un mal sino. Un viento permanente y molesto, seco y cargado con el polvo del Sahara que se lo sopla desde cerca, del otro lado del Estrecho de Gibraltar; visibles a unos pocos kilómetros tras el mar, los montes Atlas delatan la cercanía del desierto gigante.

Sin embargo, la historia dio una vuelta, una de esas que a veces suele dar, y ahora Tarifa vive de su viento permanente y lo aplaude de contento: los surfistas abarrotan las costas para retar a las olas magníficas que parecen diseñadas para sus arrestos, y las grandes aspas del parque eólico allí existente, que como es de suponer nunca se detienen, generan riqueza eléctrica y múltiples beneficios. El añejo mal sino, ha mutado
a bendición. Al igual que los tarifeños, Eolo también sonríe ahora con ellos.

* Escritor. Miembro de la UNEAC y CUBASOLAR. Premio David (1975). Autor de los libros Claves de guao, Ola y resaca, Siempre que veo un gavilán y Cuentos lugareños (cuentos); Aguas calientes y El bambara (novelas); y Catey y sus amigos, y El fantasma del Caburní (novelas para jóvenes), entre otros.