La obra de Georges Claude
Por
Juan Manuel Planas*
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Energía y tú se complace en reproducir este artículo, publicado en la Revista de la Sociedad Geográfica de Cuba, III (4): oct.-dic., 1930. Los criterios expuestos
por Juan Manuel Planas aún tienen vigencia, con las comprensibles precisiones que habría que anexarles después de ocho décadas. En la primera mitad del siglo xx, pocos alertaban sobre la necesidad de cambiar el esquema energético mundial basado en los combustibles fósiles, y este ingeniero cubano lo advirtió, con valentía y acierto.
Claude ha vencido, se ha anotado una victoria más. La noticia se ha esparcido, y a la hora actual no hay en el mundo universidad, academia, sociedad de ingenieros, instituto científico, que no sepa del triunfo de Claude. Su terquedad, su obstinación, su inquebrantable voluntad, han vencido a las fuerzas de la naturaleza. Y estas fuerzas, domadas, doblegadas por el espíritu investigador de un sabio eminente, penetran ya por el estrecho túnel de hierro, llegan a un simple tanque de refrigeración, que hace veces de condensador, y bajo la forma de agua de mar, de agua fría de los grandes fondos, reciben los vapores de agua de superficie, los vapores oceánicos, de un agua simplemente tibia, que hierve en el vacío a una temperatura de 27 grados. Si grandes, colosales, casi extra-humanos, son el instinto, la inteligencia y el estudio que han precedido a la solución del problema, no menos grande, no menos colosal, no menos casi extra-humano es el desarrollo de este problema hasta su completa y satisfactoria solución.
Piénsese bien que hasta hoy los métodos industriales no permitieron utilizar vapor en las antiguas como en las más modernas calderas, a menos de cien grados de temperatura. Pero, para hervir agua a cien grados, para levantar presión, como se dice en términos del oficio, es necesario calentar esa agua, es decir, quemar un combustible, quemarlo continuamente, poseyendo para ello cantidades inagotables de carbón, o de leña, o de petróleo, o de bagazo de caña. Agotado el combustible, forzosamente se enfría el agua de la caldera, se detiene la máquina, se paraliza la industria. Los grandes yacimientos de carbón y de petróleo, así como los grandes bosques, tienen contado sus días, durarán años más o menos, pero su límite de rendimiento ha de llegar en breve. Sin combustible, todas las máquinas de vapor del planeta se detendrán.
La humanidad asombrada echará mano a otros recursos; quedan otras formas de fuerza, de la energía universal, queda la radiación del sol, queda la fuerza del viento, queda el ímpetu formidable de las mareas, y queda sobre todo la enorme fuerza hidráulica de los desniveles fluviales. Esta última, en forma de cascadas es ya utilizada, pero solamente en los países en que abunda, captada por las llamadas turbinas hidráulicas. En Cuba, por ejemplo, los saltos de agua del Hanabanilla, del Mataguá, del Guamá, y otros más pequeños, no bastarían para producir toda la energía necesaria a nuestros centrales de azúcar. Los estudios hechos para captar la energía térmica del sol no han dado grandes y provechosos resultados. La fuerza del viento no parece lo suficientemente constante para lograr su aprovechamiento en plantas de utilidad común a los habitantes de una gran urbe.
El empuje de las mareas se capta en países donde los desniveles producen grandes desplazamientos de agua, pero hasta ahora sólo se ha logrado establecer el sistema con relativo éxito industrial en determinadas regiones. En la costa atlántica de Francia, donde las mareas se acusan por diferencias de varios metros, existen industrias que roban su energía al Océano. En cambio, en la costa mediterránea la marea produce un pequeño desnivel, parecido al que sufrimos en Cuba, de un metro, o poco más.
Se ve, por lo que tratamos de pintar, cuál sería el cuadro que presentaría el teatro de esta humanidad terrestre, si dentro de pocos años se agotaran, como está por descontado, los combustibles que hoy sirven de base a la transformación de la materia prima, a la confección de toda clase de artículos, necesarios y de lujo. Unos pueblos llegarían a vivir a merced de otros, quizás algunos no podrían vivir más, se despoblarían varias regiones, y el éxodo de las razas tendría por guía la fuerza en cualquier forma de los elementos de la naturaleza. Es necesario, por consiguiente, encontrar el substituto de los combustibles, y solucionar el problema antes de la extinción completa de los yacimientos, para preparar a la humanidad a un cambio radical de sistemas.
Y he aquí lo que ha hecho Claude, uno de los sabios más ilustres que conoce nuestra generación. Su genio, en combinación con el genio del eminente maestro Boucherot, su colega en la Academia de Ciencias de París, ideó el aprovechamiento de las energías contenidas en los océanos, de las energías térmicas, que podían convertirse en energías mecánicas. Ellos sabían, por las investigaciones realizadas en Oceanografía, por el Príncipe Alberto de Mónaco, por Agassiz, por otros ilustres soñadores, que el fondo de las aguas, en las grandes profundidades, está constantemente a una temperatura de 4 grados.
Por otra parte, el agua de superficie, calentada por los rayos del sol, tiene una temperatura superior a la del fondo, muy superior en la zona tropical, y desde luego en las cercanías de Cuba, donde la corriente del Golfo, serpiente de agua caliente que la circunda, posee un calor que trae de las regiones ecuatoriales, y que crece con su deslizamiento a través del Golfo. Esto constituía la parte práctica, los datos materiales del problema. ¿Cómo aprovecharlos? Y surgió entonces el genio deslumbrante de ambos investigadores para sugerirles la idea de aprovechar esa diferencia casi constante de temperatura entre el fondo y la superficie, de aprovecharla, convirtiéndola en energía mecánica. El agua de nuestras calderas actuales hierve a cien grados, bajo la presión atmosférica, pero el agua de superficie del océano puede hervir a veinticuatro grados, o un poco más, si la encerramos en un recipiente, no ya a la presión atmosférica, sino simplemente a una presión de un centésimo de atmósfera.
Si los vapores que esta agua en ebullición produce, los hacemos llegar, pasando por una turbina, a un recipiente de agua fría que mantiene aquella reducida presión; como estos vapores, tenues, invisibles, se escapan con una presión de tres centésimos de atmósfera, se precipitarán con una velocidad enorme en el tanque de agua fría, moviendo la turbina a su paso, y produciendo así la energía mecánica necesaria. Esta agua fría del condensador de nuevo género, será el agua del fondo del mar, bombeada por el mismo sistema, es decir por una bomba movida por la misma energía, comunicada por la turbina. Tendremos así una fuente inagotable de los elementos necesarios a la producción de la fuerza motriz, agua fría del fondo y agua tibia de la superficie. El sistema, una vez en marcha, no se detendrá más.
A lo que hemos expuesto brevemente, faltan desde luego los retoques, las adaptaciones, nuevos elementos de maquinaria, pero a todo ello proveerá el profesor Claude, hoy único concesionario y dueño de las patentes de su invento, en cuyo provecho cedió su colega Boucherot la parte que le correspondía. Claude es joven, nació el año del sitio de París, en la misma capital. Su caudal de conocimientos está a la par de su caudal de salud; es fuerte, lo ha demostrado en los meses que ha pasado en Cuba. Sus años de vida saludable, no exenta de fatiga, nos hacen esperar que el triunfo que esperan obtener para bien de la humanidad, para provecho de la civilización, para el engrandecimiento moral y material de Cuba, no será el último que obtenga en nuestro país.
Su consagración a la ciencia, en todos los órdenes, nos permite suponer que solucionará otros problemas. Ya, paralelamente a lo que fue y constituye su gran idea, se entrega a diversos trabajos. Los que lo conocemos íntimamente, los que hemos participado a su lado de sus alegrías y de sus tristezas en estos últimos meses, sabemos lo que este hombre de genio grande, inmenso, es capaz de acometer. Conocemos sus intenciones, el programa de sus nuevas investigaciones, algunas de las cuales han de causar ruidosa revolución en las ciencias físicas. Y por amistad, por fraternidad amistad a él; por amor a nuestro país, que se agranda moralmente y se aprovecha en lo material con sus sensacionales descubrimientos; por devoción a Francia, en cuyo suelo hay sangre de nuestra sangre; y por admiración a esa inte-lectualidad francesa que él representa en Cuba, y que trabaja llena de devoción humanitaria por el bienestar de todas las razas, nos congratulamos y batimos palmas en honor del héroe de esta grandiosa jornada; porque el triunfo de Claude es a la par un triunfo nuestro, un tesoro para Cuba, una victoria para Francia, un nuevo yacimiento de progreso, de donde ha de nacer una nueva era de civilización para la humanidad.
La Habana,
7 de octubre de 1930.*Ingeniero.
Presidente de la Sociedad Geográfica de Cuba en 1930.
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