El agua nuestra de cada día
Por
Alejandro Montesinos Larrosa*
Desde hace varias décadas la caricatura de un turista debía incluir una cámara fotográfica; hoy habría que añadirle una botella de agua, sobre todo si el trasfondo evoca un paraje tercermundista.
Muchos estudios científicos, incluso desde finales del siglo XIX, recomiendan el consumo de agua purificada, libre de virus y bacterias, como protectora ante enfermedades de origen hídrico, o antídoto contra las caries.
En esas investigaciones, además de otras fuentes socio-económico-culturales, descansa la base epistemológica que propicia la prosperidad de la industria del agua embotellada. |
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Con un mínimo de suspicacia podríamos reconocer el valor del agua a partir de la recurrencia de ese negocio en las sociedades contemporáneas, pero nuestros cálculos cambiarían si nos explican que en el coste del agua embotellada, el líquido sólo aporta 10% del valor total: el 90% restante se reparte entre la botella, la etiqueta y los tapones. Y ahí no quedan los cálculos, ya que en el precio también se incluye la publicidad.
Otra arista de las investigaciones denota que el agua embotellada no es precisamente mejor que el agua de grifo, debidamente potabilizada, con la agravante —dicen los ecólo-gos— que la primera genera basura: etiquetas, botellas y tapones (estos dos últimos, no biodegradables en la generalidad de los casos). Algunos han sacado cuenta y fijan el precio de un galón de agua de grifo en una pequeña fracción de un centavo, mientras que igual volumen de agua embotellada supera los ocho dólares. Y para más precisión, en algunos países se vende agua embotellada que no proviene de manantiales, sino que ha sido tratada utilizando ósmo-sis inversa u otros procesos de desmineralización.
¿Emborronar cuartillas con-tra el agua embotellada? Sin el menor interés en publicitar esa práctica, habría que pensar en reducir, con urgencia, los costes en todos los procesos inherentes al embotellado del agua, para satisfacer su suministro a los varios miles de millones de terrícolas que viviremos junto a las cada vez más contaminadas fuentes de abasto.
Pareciera una previsión apocalíptica. ¿Por qué tanta urgencia si llaman «planeta azul» al nuestro, precisamente por el predominio de los espejos de agua sobre su superficie?
En cualquier manual sobre el agua pueden encontrarse algunos datos globales: 97% del total es salada, principalmente en océanos y mares; 2% se encuentra en forma de hielo, y sólo 1% forma parte de ríos, lagos y aguas subterráneas. Por lo tanto, las aguas superficiales, las más accesibles al consumo humano, constituyen los vasos comunicantes más estrechos entre los océanos y la atmósfera, como partes del ciclo hidrológico.
En ese ciclo el agua cae «purificada» en forma de lluvia o nieve, sin la «contaminación» incorporada a su paso por lagos, charcas, turberas, pantanos, ríos y mares; pero ese sistema de «purificación» natural tiene sus límites: no podrá hacerse cargo de los contaminantes que los Homo sapiens incorporamos, sin mesura ni raciocinio.
Si analizamos la Tierra como un ser vivo —y lo es, dicen los poetas—, el agua sería su sangre; y como el torrente sanguíneo terráqueo se degrada, cabría pronosticar una leucemia inevitable (y probablemente fulminante). ¿Disponemos de tiempo para la profilaxis o la terapéutica?
Al parecer no nos hemos convencido de la conveniencia de asumir las estrategias profilácticas, quizás por no avizorar la magnitud y veracidad del pronóstico. En cuanto al agua, valdría la pena insistir en que busquemos soluciones para llevar el agua de grifo a todos, en tanto es la misma de las botellas y con muchísimo menor coste, en lugar de seguir embotellando agua sólo para una parte de la humanidad.
Desde hace mucho tiempo desterramos el mito de la «sangre azul»: el agua es una sola, para ateos y mahometanos, princesas y mendigos, amantes y perjuros, materialistas e idealistas… Junto con el agua, y desde ella o hacia ella, persisten varias contaminaciones: la agroquímica del suelo, la radiactiva por las centrales nucleares, la atmosférica por los combustibles fósiles, los agujeros de la capa de ozono por el despilfarro y el consumismo… ¡Cuando la Pachamama enferma, padecen sus crías!
Y como «el agua pasada no mueve molino», todas estas palabras serían estériles si no acusamos, hoy —ahora—, desde cualquier tribuna, a los responsables de que un cuarto de la población mundial de este planeta azul no tenga acceso estable —ahora, en estos momentos, y casi todos los días del año— a una simple y cotidiana botella con agua.
* Escritor, editor e Ingeniero Mecánico. Máster en Periodismo.
Director de la Editorial CUBASOLAR y de la revista Energía y tú.
tel.: (537) 6407024.
e-mail: amonte@cubasolar.cu
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