El hidrógeno nuestro
de cada día
Por
Alejandro Montesinos larrosa*
Dicen que ha comenzado la cuenta regresiva para los combustibles fósiles.
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Claro que se trata de una metáfora, porque en las economías —obesas o famélicas— de todos los puntos cardinales, los petrodólares ejercen aún su hegemonía, tanto en las estadísticas supranacionales, como en las domésticas.
Paralelamente, pronostican —algunos con un ridículo turbante de visionarios— la sobrevenida del hidrógeno, casi como un nuevo Mesías gaseoso: ¡Toca a la puerta la Revolución del Hidrógeno!
Al simple elemento químico de la tabla de Mendeléiev (incoloro e inodoro, y el de menor número atómico, y el más abundante en el ámbito solar), ahora le incorporamos algunos epítetos: «combustible más limpio que existe», «versátil y eficaz», «revolucionario»… Por añadidura, ya muchos afirman que una sociedad sostenible es imposible sin el hidrógeno.
Lo simpático de la Revolución del Hidrógeno es que algunos la anuncian como la salvación del modo de vida contemporáneo, apologético y defensor de la propiedad privada (un directivo de la General Motors aprecia en esta Revolución «una oportunidad de negocios para las grandes empresas que se han asegurado la propiedad intelectual y los conocimientos necesarios para tener éxito en la economía del hidrógeno»).
Una breve ojeda al asunto: el hidrógeno no es una fuente energética en sí mismo, sino un sistema para almacenar y transportar energía. En tanto no existen yacimientos de este elemento, predomina la idea de aislarlo a partir del agua (como una premonición, Julio Verne, en La isla misteriosa, vaticinó que «el agua será el carbón del futuro»). Otros, más tozudos, insisten en aislar el hidrógeno del petróleo, el gas natural o el carbón mineral, incluso utilizando esos mismos portadores energéticos en el proceso.
Veamos el trasfondo tecnológico: al aplicar una corriente eléctrica al agua se obtiene oxígeno e hidrógeno, que pueden almacenarse, en tanto son gases; al invertir el proceso (mezclar ambos gases), en lo que se conoce como pila o celda de combustible, se obtiene agua y electricidad. La esencia radica en definir, y asumir, cuál fuente energética utilizar al inicio de la ecuación.
Sería absurdo utilizar los hidrocarburos como materia prima para la obtención de hidrógeno. Tampoco adelantamos en la preservación del medio ambiente si combustionamos petróleo, o fisionamos moléculas, con el propósito de dotarnos del «combustible más limpio».
La convergencia de la comunicación descentralizada (computadoras personales conectadas a Internet) y la descentralización de la generación de electricidad, mediante fuentes renovables de energía, apunta hacia una democratización de la sociedad, aunque no sea un proceso democrático per se, ya que las evidencias indican que dos de cada tres terrícolas del siglo xxi nunca han realizado una llamada telefónica, y uno de cada tres no dispone de acceso a la electricidad.
Lo cierto es que ya nadie puede esgrimir los argumentos más tendenciosos contra las fuentes renovables («no se pueden almacenar», «son intermitentes», «la energía eólica tiene límites para su introducción en los sistemas eléctricos» y un largo etcétera).
¿Qué pasará con los rectores del neoliberalismo si cada individuo genera su propia energía? ¿Privatizarán la individualidad, más allá de lo logrado por la publicidad comercial?
En efecto, la economía del hidrógeno es una «oportunidad» hacia la sostenibilidad (y una necesidad histórica), más allá de lo que algunos atisban como «oportunidad de negocios». Habría, además, que propiciar (conquistar) la democratización de «la propiedad intelectual y los conocimientos», porque los que hoy detentan el poder, mediante los hidrocarburos y los combustibles nucleares, ya se han asegurado las patentes del hidrógeno y buscan fórmulas para coartar la opción liberadora de esos saberes.
Los motores de combustión serán sustituidos por los de electricidad. Los autos con celdas de combustible tendrán la capacidad de transportarnos y funcionar (valor añadido) como una pequeña central eléctrica, capaz, incluso, de energizar el más común de los electrodomésticos, ya sea en medio de un safari por Australia o en una cacería de elefantes africanos (los estadounidenses se toman muy en serio esa posibilidad porque, además, revindica uno de sus iconos: el automóvil). Habría que añadir que un ómnibus con igual tecnología transportaría a más personas y sería una central eléctrica con mayor capacidad de generación.
«Almacenar la energía», parece ser la tarea. En principio, de eso se ocupa el Sol desde mucho antes de nuestra aparición como especie; sin embargo, «las fuentes renovables de energía no pueden almacenarse», se escucha por doquier. ¿Acaso la leña —el combustible primigenio— carece de esa capacidad? ¿Acaso las centrales hidrorreguladoras sólo funcionan en los proyectos energéticos nucleares? ¿Acaso podemos prescindir de la luz solar para alumbrarnos cada día por el día? Esa luz solar diurna es la más cotidiana y eficaz de todas las fuentes: ¿cuántas centrales energéticas ha sustituido —y sustituirá— diariamente, en todos los espacios terrestres y en todas las eras humanas? Y, además, ya estamos aprendiendo a almacenar y utilizar el hidrógeno terrestre.
¿«Revolución del Hidrógeno» o «Revolución Solar»? La primera frase tiene el encanto de lo novedoso, y la segunda incluye a la primera, si convenimos en que para obtener hidrógeno debemos recurrir, inevitablemente, a la energía proveniente del Sol.
* Escritor, editor e Ingeniero Mecánico. Máster en Periodismo. Director de la Editorial CUBASOLAR y de la revista Energía y tú. Autor de los libros Matrimonio solar y Hacia la cultura solar, entre otros.
tel.: (537) 6407024.
e-mail: amonte@cubasolar.cu
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