La cocina en la literatura cubana

Por
Alejandro Montesinos Larrosa*
y Madelaine Vázquez Gálvez*

 

 

Entre la dieta aborigen y nuestro actual comportamiento alimentario perviven zonas de silencio en las indagaciones de la cultura culinaria cubana, junto a criterios y referencias científicas sobre platos que alcanzan abolengo nacional y que por razones bio-psicológicas, sociales, históricas y económicas se han convertido en elementos representativos de la cocina cubana.
 

En esta exploración, para encontrar las raíces y el desarrollo de la cocina en Cuba, existen fuentes «atípicas» que abren amplias zonas sobre este saber ancestral: en la literatura cubana afloran comidas, costumbres y prácticas alimentarias, de gran valor para la antropología de la alimentación en el ámbito nacional.
Como referencia primigenia, en Espejo de paciencia, del escribano Silvestre de Balboa Troya y Quesada, se describe un amplio abanico de alimentos que delinean la riqueza boscosa y fáunica de la Isla. Aquí las ninfas:

vienen cargadas de mehí y tabaco,
mameyes, piñas, tunas y aguacates,
plátanos, y mamones y tomates (…)
con frutas de siguapas y macaguas
y muchas pitajayas olorosas.
De virijí cargadas y de jaguas (…)
con mucho jaguará, dajao y lisa,
camarones, viajacas y guabinas;
y mostrando al pastor con gozo y risa
de las aguas mil cosas peregrinas,
se le ofrecieron, y con gran prudencia
le hizo cada cual la reverencia.

Con su acostumbrado aliento costumbrista, Cirilo Villaverde, en su obra cumbre Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, narra un almuerzo decimonónico, propio de las clases adineradas de la época:
«La abundancia de las viandas corría pareja con la variedad de los platos. Además de la carne de vaca y de puerco frita, guisada y estofada, había picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante con la manteca y los ajos, huevos fritos casi anegados en una salsa de tomates, arroz cocido, plátano maduro también frito, en luengas y melosas tajadas, y ensalada de berros y de lechuga».

Por puño y letra de Martí llegan en síntesis presurosa (y diáfana), los menús que degustó en la manigua. El Diario de campaña, de Cabo Haitiano a Dos Ríos, es pródigo en referencias culinarias. En la cuarta jornada de experimentar «dicha grande», ya en la tierra amantísima, refiere:

14.—Dia mambí. (…) Vemos, acurrucada en un lechero, la 1a jutía. Se descalza Márcos, y sube. Del primer machetazo la degüella: “Está aturdida”, “Está degollada.” Comemos naranja agria, que José coge, retorciéndolas con una vara: ¡“qué dulce!” Loma arriba. Subir lomas hermana hombres. Por las 3 lomas llegamos al Sao del Najesial: lindo rincon, claro en el monte, de palmas viejas, mangos, y naranjas. Se va José.—Márcos viene con el pañuelo lleno de cocos. Me dan la manzana [pomarrosa]. (…) unos raspan coco, Márcos, ayudado del General, desuella la jutía. La bañan con naranja agria, y la salan. El puerco se lleva la naranja, y la piel de la jutía. Y ya está la jutía en la parrilla improvisada, sobre el fuego de leña. De pronto hombres: “¡Ah hermanos!” (…) Vinieron á gran loma. Los enfermos resucitaron. Cargamos. Envuelven la jutía en yagua. (…) Habla erguido el General. Hablo. Desfile, alegria, cocina, grupos.—En la nueva avanzada: volvemos á hablar. Cae la noche, velas de cera, Lima cuece la jutía y asa plátanos, disputa sobre guardias, me cuelga el Gral mi hamaca bajo la entrada del rancho de yaguas de Tavera. Dormimos, envueltos en las capas de goma. ¡Ah! antes de dormir, viene, con una vela en la mano, José, cargado de dos catauros, uno de carne fresca, otro de miel. Y nos pusímos á la miel ansiosos. Rica miel, en panal.—Y en todo el dia, ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado! Miro del rancho afuera, y veo, en lo alto de la cresta atrás, una palma y una estrella.

Con gran satisfacción leemos en la novela El pan dormido, de José Soler Puig, los avatares de una panadería. De las múltiples narraciones, por su originalidad, se destaca el fragmento siguiente, como clase culinaria para producir panes y pasteles:

A Felipe hacer un pastel le daba tanto gusto como comerlo; y todo era como en misa, el lavarse las manos, el limpiar el pollo, el cocinar la carne a fuego lento en la esquina de menos calor del horno, el mezclar la carne con las aceitunas y las alcaparras después de cocinada, que Felipe quería que las aceitunas y las alcaparras se cocinaran dentro de la masa del pastel. Las pasas las mezclaba con la masa. Todo lo hacía con mucho cuidado, muy despacio, operación por operación, paso a pasito. Pero eso era antes (…) Antes Felipe dividía en dos partes la masa y cada parte la hacía como una galleta grande, para poner una encima de la otra con el relleno en el medio (…) pero hoy Felipe ha perdido por completo la memoria y no le ha echado al pastel ni levadura, y si no le ha echado levadura, no tiene por qué esperar que coja punto. Felipe coge el sartén y abre la compuerta y tira el pastel en el horno, lo tira como quiera, sin ocuparse dónde cae, igual que hacía el hombre de los caballitos. Y tampoco Felipe se ha ocupado de ver cómo anda el calor del horno, metiendo el brazo por la compuerta.

Por su parte, José Lezama Lima es uno de los autores que con más prodigalidad se ocupa del contexto culinario de sus personajes. Su obra cumbre, Paradiso, testimonio de una familia cubana de clase media ilustrada, aporta vectores singulares sobre nuestra cultura alimentaria.

Al final de la comida, doña Augusta quiso mostrar una travesura en el postre. Presentó en las copas de champagne la más deliciosa crema helada. Después que la familia mostró su más rendido acatamiento al postre sorpresivo, doña Augusta regaló la receta: —Son las cosas sencillas —dijo—, que podemos hacer en la cocina cubana, la repostería más fácil, y que enseguida el paladar declara incomparables. Un coco rallado en conserva, más otra conserva de piña rallada, unidas a la mitad de otra lata de leche condensada, y llega entonces el hada, es decir, la viejita Marie Brizard, para rociar con su anisete la crema olorosa. Al refrigerador, se sirve cuando está bien fría. Luego la vamos saboreando, recibiendo los elogios de los otros comensales que piden con insistencia el bis, como cuando oímos alguna pavana de Lully.

La famosa cena lezamiana (o de Doña Augusta o Baldovina, como también le llaman) conforma un menú clásico, por la inclusión de casi todos los grupos culinarios a la usanza en Cuba, excepto la bebida (alcohólica o no; aunque, en rigor, incluye el café): una sopa (de plátano), un entrante (soufflé de mariscos), una ensalada (de remolacha y espárragos), un cárnico o comida principal (pavón sobredorado), un postre (crema helada) y varias frutas (y café, y habanos para la sobremesa). Nada escapa a este «sibarita del comer», al decir de Manuel Moreno Fraginals, que es también el anfitrión atento, el invitado gustoso, el gourmet de los café habaneros… (Sirvan estas breves notas como homenaje al poeta de Dador, en el centenario de su nacimiento).

 
Caricatura de José Lezama Lima (cortesía de Félix Guerra).
 

Otros apuntes no menos atendibles se ofrecen en Mi tío el empleado, de Ramón Mesa, y en Generales y doctores, de Carlos Loveira, sin excluir ese clásico de la ensayística: el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz; además de las magistrales referencias culinarias de Alejo Carpentier en Concierto barroco y El reino de este mundo. Estas y otras obras aportan una memoria escrita de alto valor cultural.
Otro exponente de obligada referencia en la expresión del acto de comer en Cuba, es nuestro poeta nacional, Nicolás Guillén, que con gran simpatía aporta versos inolvidables en su poema «Epístola», en La paloma de vuelo popular:

Perdonad al poeta
desdoblado en gastrónomo... Mas quiero
que me digáis si allá (junto al puchero,
la fabada tal vez o la munyeta),
lograsteis decorar vuestros manteles
con blanco arroz y oscuro picadillo,
orondos huevos fritos con tomate,
el solemne aguacate
y el rubicundo plátano amarillo.
¿O por ser más sencillo,
el chicharrón de puerco con su masa,
dándole el brazo al siboney casabe
la mesa presidió de vuestra casa?
Y del bronco lechón el frágil cuero
dorado en púa ¿no alumbró algún día
bajo esos puros cielos españoles
el amable ostracismo? ¿Hallar pudisteis,
tal vez al cabo de mortal porfía,
en olas navegando,
en rubias olas de cerveza fría,
nuestros negros frijoles,
para los cuales toda gula es poca,
gordo tasajo y cristalina yuca,
de esa que llaman en Brasil mandioca?
El maíz, oro fino
en sagradas pepitas,
quizá vuestros ayunos
a perturbar con su riqueza vino.
El quimbombó africano,
cuya baba el limón corta y detiene,
¿no os suscitó el cubano
guiso de camarones,
o la tibia ensalada,
ante la cual espárragos ebúrneos,
según doctos varones,
según doctos varones en cocina,
según doctos varones no son nada?
Veo el arroz con pollo,
que es a la vez hispánico y criollo,
del cual es prima hermana
la famosa paella valenciana.
No me llaméis bellaco
si os hablo del ajiaco,
del cilíndrico ñame poderoso,
del boniato pastoso,
o de la calabaza femenina
y el fufú montañoso.
¡Basta! Os recuerdo el postre. Para eso
no más que el blanco queso,
el blanco queso que el montuno alaba,
en pareja con cascos de guayaba.
Y al final, buen remate a tanto diente,
una taza pequeña
de café carretero y bien caliente.

   

Después de este fugaz y deleitoso recorrido por la literatura en Cuba, en aras de buscar sus nexos con el acto alimentario, queda la invitación para continuar explorando y descubriendo la ofrenda gastronómica —implícita y explícita— que atesora, por siempre y para siempre, la vasta obra intelectual de la cultura cubana.

* Miembros de la Junta Directiva Nacional de CUBASOLAR.