La calculadora nuestra
de cada día


Por
Alejandro Montesinos Larrosa*

 


En una reunión importante
—como es habitual decir—, un funcionario sugirió que debíamos aprender de los economistas vinculados a los combustibles fósiles, quienes tienen una excelente cultura de cálculo.

La sugerencia estuvo precedida por un cuasi anatema: «Hasta que no sepamos capaces de calcular el costo de un metro cúbico de biogás, difícilmente impulsaremos el uso de la tecnología del biogás».

 

El funcionario también aportó una metodología: «A todos los costos, restar los beneficios. Todo tiene que estar cuantificado».
Alguien sugirió invertir en calculadoras (con mayor eficiencia que los ábacos, y menos costosas que las computadoras portátiles).

He aquí una «nueva barrera» para los promotores de la tecnología del biogás.
En efecto, debemos calcularlo todo, incluido los costos medioambientales que los petrofinancistas no incluyen en sus cuentas cuando nos «revelan» el precio de un kilowatt-hora de una central termoeléctrica.

Sin tantos guarismos, los biodigestores se justifican, incluso desde el punto de vista económico, por su capacidad para contribuir al saneamiento ambiental (dicho con más «estilo»: para mitigar el cambio climático).

Quienes promocionan las fuentes renovables de energía deben demostrar la viabilidad técnica, económica y medioambiental de sus instalaciones; mientras que los «nucleares» realizan sus construcciones casi siempre por mandato político (aunque sus pueblos se opongan): les interesan los cálculos económicos que aseguren la plusvalía para los financistas (y a contracorriente de los postulados ambientalistas).

¿Los proyectistas de biodigestores son los que deben calcular, con mayor precisión, los costos de producción de cada metro cúbico de biogás, o quienes insisten (e imponen) la combustión del petróleo y del gas natural, o los que persisten (y sueñan) con la fusión y la fisión nucleares?

Ni biodigestores, ni paneles solares fotovoltaicos, ni celdas de combustible, ni aerogeneradores, ni pequeñas centrales hidroeléctricas, ni calentadores o secadores solares amenazan la salud planetaria, ni dejarán a nuestros nietos y nietas la titánica tarea de revertir los daños que ocasionaron los desastres nucleares en Chernóbil o en Three Mile Island (sin contar los hongos de Hiroshima y Nagasaki), o los que ahora provoca la Bristish Petrollium en el Golfo de México.

Habría que recordarle siempre a los proyectistas (y financistas) de los proyectos energéticos basados en los hidrocarburos y los combustibles nucleares que incluyan en sus cálculos los gastos militares en que inevitablemente deberán incurrir los gobiernos (y pagar los pueblos), para mitigar los efectos de esos proyectos.

¿Por qué nadie esconde de la opinión pública las instalaciones de aerogeneradores y paneles solares fotovoltaicos?
¿Por qué ocultan, en todos los casos, y con un celo infinito, las interioridades de las instalaciones nucleares?

Ahora dicen, con una insistencia desesperada, que el uso de la energía nuclear con fines energéticos tiene la bondad de no emitir gases de efecto invernadero. Poco falta para que califiquen a la energía nuclear de «ecológica». Ocultan, sí (con mayor insistencia), la capacidad potencial de las centrales electronucleares para convertirse en fábricas productoras de artefactos bélicos de alto poder destructivo; y, lo más importante, intentan desconocer la conexión civil-militar de esas instalaciones, sin el más mínimo intersticio para la participación democrática de los pueblos en su administración.
[Una incidental: A Israel nadie reclama la inspección de sus centrales nucleares; a Irán amenazan con bombardeos inteligentes, aunque se desate el «invierno nuclear» universal].

Los ingenieros nucleares, en especial los cubanos, no tienen ninguna responsabilidad en esos asuntos. Lo lamentable es que parte de la «inteligencia» cubana se orientó hacia la energética nuclear cuando se proyectó construir el complejo termonuclear de Juragúa, que (dicho sea de paso) incluía una central hidrorreguladora (valdría la pena retomar esa parte del proyecto, como elemento eficiente y eficaz dentro del futuro sistema energético nacional, en el que inevitablemente incluiremos parques eólicos y otras instalaciones a partir de fuentes renovables de energía). ¡Cuánto talento y sabiduría, y valía, en nuestros científicos nucleares! ¡Y en nuestros ingenieros del petróleo! A todos corresponde la tarea de «reorientar» a esos científicos y profesionales, para que nos acompañen en la bella misión de construirnos una energética solar.

No obstante, ¡estemos alertas!, con calculadoras e ideas en ristre, porque los petrofinancistas no cejarán en su empeño de exprimirle al «oro negro» hasta el último gramo de plusvalía. Los adictos a la fisión nuclear intentarán saciar su voracidad de señorío en la fusión nuclear, en alianza con los señores de las bombas.
En algo tiene razón el funcionario de marras: ¡calculemos todo!, incluso lo que otros no calculan.

Una última sugerencia: Utilicemos calculadoras energizadas con pequeños paneles fotovoltaicos (que, por suerte, ya son las más comunes).

* Escritor, editor e Ingeniero Mecánico. Máster en Periodismo. Director de la Editorial CUBASOLAR y de la revista Energía y tú. Autor de los libros Matrimonio solar y Hacia la cultura solar, entre otros.
tel.: (537) 6407024.
e-mail: amonte@cubasolar.cu