Esta ciudad, naturalmente


Por
Jorge Santamarina Guerra*


 


La actual provincia de La Habana sobrepasa el área verdaderamente urbana: una franja más o menos rural bordea la ciudad como tal, excepto, claro, por el lado del mar. Las Guásimas, Managua y El Wajay, digamos por caso, integrantes de la provincia, no lo son, empero, de la ciudad; su encanto emparenta más con nuestros campos, que con la zona del Canal, en el corazón del Cerro.

Se trata de la ciudad. La que se define a sí misma por la urdimbre inmobiliaria y urbana que desdibuja el medio natural, para dar lugar a este otro, tan característico, de toda ciudad. Pero ojo con el verbo: la nuestra lo desdibuja, pero no lo borra, que esa es una de sus bellezas y ventajas. Sobrevive y emerge lo natural en sus parques, en el litoral, en sus árboles, en las aves que la habitan o visitan, en las rocas de sus oquedades y salientes, en sus ríos, en la tímida y a la vez feroz y temible plántula que brota en sus techos y se aferra a ellos, y en las piedras de sus paredes más añejas.

Esta ciudad, afortunadamente, también tiene su medio natural. A ese nos referimos, a ese que casi siempre miramos sin ver, oímos sin escuchar; a ese que, no por ignorado, con la calle, el edificio, la fábrica, el vecino, la oficina, el hombre y, en fin, su obra toda, conforma también, y tan bien, naturalmente, nuestra Habana.

Hasta bosque tenemos. Bordea una buena parte del curso urbano del río Almendares, y, de tan nuestro, desde mucho atrás lo llamamos El Bosque de La Habana. Muy bueno que sea así, que sea, que exista, que nos haga tropezar, de cuando en cuando, con sus enormes algarrobos y sus cortinas de bejucos, empeñados en esconder al grande árbol. Allí enseñé hace años, a mi hijo mayor, un chipojo, que él no había visto ninguno fuera de un pomo con alcohol. Allí también vi, hace cinco o seis años, una primavera, no la estación, aclaro rápido, sino la bella ave con tal nombre; fue, esa, la mía primera, «descubrimiento» que tuve que confirmar después en libros y consultas. Como un arriero es, pero más pequeña, y siempre que paso por allí mis ojos buscan nuevas primaveras que imagino, y que deseo volver a disfrutar.

 

 

Pero La Habana natural no es solo su Bosque. Nos rodea, nos envuelve, está a nuestro lado, en la otra cuadra, en el gorrión que entra por la ventana de la cocina, y hasta en el aviso con que el crequeté nos anuncia la caída de la tarde en los veranos. Se precisa, para verla, querer verla, y para eso y para disfrutarla, conocer un poco lo que pueda verse, que no es poco, por cierto. Sensibilidad y cierta información, son los requisitos. La segunda puede adquirirse, digamos, en libros. La sensibilidad, no: es cuestión de cada cual.

Amar la naturaleza es cuidarla, dice por ahí una buena valla. Vale que lo exprese en Los Portales, donde un dañino campista puede apedrear un ruiseñor, y que lo proclame también en la Calzada de Diez de Octubre, donde un dañino peatón puede apedrear al totí posado sobre la señal del ferrocarril.

Nuestra naturaleza habanera brota en hermosa dicotomía: en los restos de la grande que aquí hubo, y que nuestro quehacer no ha borrado del todo, ni debe hacerlo. Ese residuario es el farallón de piedras con sus manchas de musgos y líquenes que observamos en las furnias de El Vedado, y es también el vencejo que ahora anida en el alero de la parroquia. Brota, además, generosamente, en las nuevas formas naturales que hemos incorporado: en el rosario de majaguas que nos refresca a lo largo de la calle Calzada, y en las palomas tórtolas, escapadas de no sé quién, que alimentan sus pichones en el falso techo de la bodega.

Raigales o injertados, en ambos casos están aquí, en esta ciudad, naturalmente. Son nuestros, o mejor, parte de nosotros. Aunque decisivo, no se trata solo de permitirles seguir estando. Sepamos disfrutarlos.

* Ecologista y escritor. Miembro de la UNEAC y CUBASOLAR. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubarte.cult.cu