La cultura del
arrecife
Por
Jorge Santamarina Guerra*
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No se trata aquí de la científica, que pudiera ser la del geólogo, del biólogo, u otros; más bien pretendemos acercarnos a la del beduino con la suya grande sobre el desierto, a la del campesino con la tierra, a la del cienaguero con el humedal. Llegan a conocer vitalmente sus entornos. Llegan, sin darle ese nombre, a poseer —y ser— una cultura.
Salvando las distancias, los habaneros tenemos el Malecón. Y del otro lado, entre el muro y el mar, el arrecife. Perogrulladamente pétreo, es insensible, según parece, al sol del verano que no logra derretirlo, y a las insolentes olas frías de los nortes que no lo hacen tiritar —que se sepa. Excepcional testigo del primer «indio» que nadie sabe, del primer español tozudo y entorchado, del primer africano «rebencú»; de los fogonazos de Sir George Pocock, practicando ya entonces los desembarcos reales en tierras ajenas; del primer cubano que se aferró al nuevo gentilicio, del primer yanqui adinerado y engreído, y del cubano definitivo, ya nosotros para siempre.
Pero no es solo el arrecife una enorme y muda rocosera testimonial. Es el asiento de innúmeras formas de vida que, a golpes de olas y vientos, animan el «dienteperro». Y lo logran. Entre los capitalinos que somos, nativos, pocos, o naturalizados, que hacen legión, los hay quienes conviven con el arrecife, lo conocen, lo saben, lo sienten. Alcanzan la cultura del arrecife, del nuestro, maleconero, irrepetido e irrepetible. Es pescador, bañista, o simple espectador —como el indispensable «sapo» del dominó. O acaso no es tan simple el asunto.
El pescador, el más tradicional, posee todos los secretos de sus rompientes, resacas, zonas de «pejes», horas de pica, caprichos epocales, cabezos robadores de anzuelos; cibernético —sin laptop—, ha diseñado su programa para probabilizar las capturas en cada condición; preferentemente nocturno y dotado de excelente vista y tacto, no usa farol ni linterna. Como todos los de su raza, es optimista, paciente y empecinado; ante indicios favorables, permanece hasta el amanecer, con o sin resultados.
No hace caso a los que pasan sin verlo, y los ignora: está escuchando el fabuloso lenguaje del mar a través del sedal y su dedo. O inmersos sus sentidos dentro del mar mismo, que es lo más frecuente.
El bañista, furtivo ayer, hoy abundante, está más en el arrecife que el pescador, y lo usa: es su escalera, sostén, taquilla, vestidor, reclinable para tomar baños de sol, trampolín. Lo ve de cerca, lo toca con todo el cuerpo, lo huele, a veces hasta lo saborea, y, quizás sin pretenderlo, se ha familiarizado con la escurridiza jaiba —que ya casi no le teme—, y con la parsimoniosa sigua. Prodigio de la adaptación —¿no es así, Darwin?—, sus manos y pies se han adaptado a los filos del dienteperro, y tal parece que se toleran. Su único y confesado rencor con el arrecife, que lo tiene, es por cobijar al erizo, ese punzante enemigo… |
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El observador de la naturaleza arrecifal es el menos frecuente. Pero existe. No pesca ni se baña; es solo una presencia que ve, piensa y siente. Es muy económico: ni avíos usa, ni traje de baño viste. Es un poeta que casi nunca lo sabe: por serlo, sus ojos le permiten ver la variopinta vida que brota ahí donde canta el mar contra la piedra; disfruta del gorrión que lo visita, única ave de tierra que lo hace; así, también, de las siempre hambrientas gaviotas, esbeltas voladoras e implacables enemigas de los peces de su afición; y de los minúsculos vegetales y animales que viven en el arrecife, cuyos nombres no conoce, y que él no se ocupa en conocer. A veces, como al pescador, lo tildan de tonto o un poco loco; es su desventaja. También al poeta. Su cultura del arrecife, como a los otros la poesía y el sedal, le ayuda a desechar lo que para él no vale la pena. Los tres se parecen.
Mientras, él sigue observando el arrecife. Y disfrutando con ello. Otros lo hacen a sus maneras, y él no los critica. No tiene por qué. Yo lo vi ayer domingo, cuando fui con mi hijo para darnos un baño: era un habitante de esta ciudad, naturalmente, que había descubierto una isabelita atrapada en una pequeña poceta…
* Ecologista y escritor. Miembro de la UNEAC y CUBASOLAR. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubasolar.cu
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