Su majestad,
el gorrión
Por
Jorge Santamarina Guerra*
Mayestático es el gorrión no por sus colores, que no los tiene vistosos;
ni por su canto, que no sobrepasa
el piar; ni por su talla, pequeña
por demás, ni por su porte,
de modesta intrascendencia.
Su majestad es por la eficacia
para vivir. |
|
 |
Citadino por excelencia, maravillosa adaptación la suya para sobrevivir en este medio tan adverso que para un pájaro —y hasta para nosotros—, es toda ciudad.
Come de todo, y en serio: los desperdicios que rastrea en nuestras mesas por las ventanas abiertas, y en el mostrador de la cocina. Me consta que no perdona las flores
y los retoños, todas las semillas adecuadas a su pico le vienen bien, y así por igual cualquiera fruta, una piltrafa, o, banquete que parece, el pellejo del pollo con su olorcillo
a sangre. Depredador tenaz y sorprendente, persigue mariposas, libélulas, grillos y hasta lagartijas. Las ranitas del jardín, créanme, le resultan suculentas. Si usted lo ha visto picoteando las paredes, convendrá conmigo en que hasta esa cal… No sé para qué,
pero en fin, él lo sabrá.
Aseado, disfruta del agua como nosotros en un agosto horrible. Sin embargo, todos lo hemos visto, pragmático el personaje, dándose un magnífico baño de polvo cuando el agua no está disponible; en él se revuelca, se frota pluma a pluma, hasta quedar impecable.
Algunos afirman que fue traído de Europa a fines del siglo xix, con la noble intención de poblar nuestras ciudades, pero ello es muy discutible, ya que se sabe que, sin declaración de aduana, el audaz navegante vino a nuestras islas como polizonte en algún barco de entonces. Los primeros gorriones que habrían de ser cubanos entraron por La Habana, sin visado. En fecha tan cercana como 1950 aún no abundaban en Santiago de Cuba, y eran infrecuentes en Guantánamo. Ya hoy es un «producto» nacional, pero nunca en el monte, ni en la ciénaga, ni en la sabana; sino siempre junto a nosotros, entre nuestras casas. En ellas.
Los que saben, lo identifican como Paser domesticus domesticus, y afirman que fue originario del Asia central, aunque ya hoy puebla medio mundo, toda la América incluida.
Su gran adaptabilidad es su fuerza, y su habilidad para convivir con el hombre —el depredador mayor—, es su garantía de sobrevivir. Su enemigo mayor, el tirapiedras, o algún gato medallista olímpico que logre atraparlo. Donde llega se expande, y siempre desplazando a los que estuvieran antes que él, lo que le anotaremos en la parte negativa de su expediente. En la ciudad, entre los alados con plumas no tiene rival: ninguno iguala su capacidad para vivir entre el cemento y el asfalto. Es, a no dudarlo, la cultura urbana de su majestad, el gorrión.
Su nido, como él, es un ejemplo de modestia. Bajo un alero, en un hueco de pared, chimenea abandonada, resquicio de estatua, alambrada de poste, travesaño de techo, caja eléctrica, donde quiera, las hilachas, los hierbajos y las tiras de tela cuelgan y denuncian su nidada. Los problemas estéticos no parecen importunarlo, así tampoco su ocultamiento excesivo. Su morada, como él, siempre es visible, aunque nunca accesible a la mano fácil. Hacer toda su vida visible es, quizás, la más astuta de sus artimañas, la mayor de sus inteligencias.
La gente asegura que, enjaulado, muere de tristeza; los que saben, en cambio, explican que ello se debe a deficiencias alimenticias, y, en parte, por falta de movimiento.
|

|
|
Comprendo el asunto, pero me quedo con la versión popular. La hermosa.
Por supuesto, el amor. Su danza de bodas, que la tiene, es toda una gala de movimientos y sonidos, de formas y posiciones, de insinuaciones y alardeos. De caprichos. Si al pretendiente se le atraviesa otro, el duelo es feroz y la persecución se extenderá hasta la otra cuadra; absortos en sus trifulcas, a veces nos tropiezan, mientras que la pretendida, pragmática también, acaso ya coquetea con otro galán.
Quizás por juego de contrarios, a esa indefinible nostalgia que a veces la llamamos «gorrión», es un sentir opuesto a la vivacidad de quien le da el paradójico nombre. Él no lo sabe, y, cuando se entere, se reirá de nosotros.
El gorrión no es un citadino cualquiera. Es un audaz vecino sin otra licencia ciudadana que su propia audacia para vivir, crecer y multiplicarse entre mares de gentes, lo cual no es poco. Conocerlo es admirarlo. Agradezcámosle el grande mérito de no huirnos, de poder disfrutarlo desde la ventana, en la calle, la oficina, la escuela, la fábrica, la bodega, en el Círculo Infantil lleno de «gorrioncitos».
Decididamente, no se merece el tirapiedras, ese enemigo suyo que debemos hacer de todos. Tropezar un gorrión muerto es como ver una pequeña alegría rota. Es algo que, ahora con razón, da «gorrión».
* Ecologista y escritor. Miembro de CUBASOLAR y la UNEAC. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubarte.cult.cu
|