Ese de
nuestras culpas
Por
Jorge Santamarina Guerra*
La inapelable sabiduría popular sentenció que el pájaro negro tiene la culpa de todo, lo cual, claro, no es más que una coña para esconder al verdadero culpable.
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Totí |
Nosotros. Y también, a la par, sacar a flote nuestros malabarismos para quitárnoslas de encima. Le tocó al totí.
Negro hasta brillar azuloso cuando el Sol lo castiga, bullicioso hasta el escándalo, gregario hasta juntar cientos, es un legítimo, numeroso y formidable vecino de muchas ciudades.
A cualquiera hora puede vérsele, solitario raras veces, y las más, en parejas o en pequeñas bandadas. A la caída de la tarde, empero, todos los totíes reciben un misterioso llamado —el de la selva, diría Jack London—, y se concentran, en ebullición incontable, en sus parques predilectos. Diversas crónicas habaneras de esos tiempos dibujan el hermoso rito, y atestiguan que El Prado y el Parque Central fueron su Acera del Louvre y su Rampa. Cuestión de gustos epocales.
Ahora allí son menos y hoy parecen preferir áreas más periféricas: el Parque Lenin y el Aeropuerto, digamos. ¿Por qué ese corrimiento?, ¿habrá cedido plaza citadina a su majestad, el gorrión? Lo más probable es que este personaje no lo aclare. No obstante su cambio de domicilio nocturno, sigue siendo nuestro abundoso vecino.
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Chichinguaco
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El totí es uno solo, y ello merece aclaración, aunque innecesaria para los que saben. En sus bandadas casi siempre lo acompaña el chichinguaco, tan negro como él que se confunden. Pero no. El totí de nuestras culpas —Dives atroviolaceus— integra el selecto grupo de las aves que habitan únicamente nuestro país: las especies endémicas, veinticinco joyas nuestras que, por su cubanía, pudieran ser símbolos de la Isla. El chichinguaco —Quiscalus niger— es ligeramente mayor, y se incluye entre las joyas aladas de segunda fuerza: las subespecies endémicas. Las formas cubanas de estas otras veintisiete aves son algo diferentes a sus semejantes que habitan el Caribe, o en el continente. Como aquéllas, también poseen sello de cubanía.
Diferenciarlos por el tamaño puede resultar engañoso: la hembra del chichinguaco, más pequeña que sus machos, es similar al totí. Además, sus hábitos son los mismos y comparten comida, parajes, bullicio, gregarismo, urbanidad… La única diferencia casi infalible entre ambos es la cola: la del totí es plana y la del chichinguaco, estando posado, es vertical: cuando vuela, la abre en forma de ve. Sus nombres, además, con cierta imaginación, nos recuerdan sus vocalizaciones peculiares. El totí, en las grandes bandadas, pudiera ser el menos numeroso de los dos.
Creo que entre ambos sumados, en cuanto a población alada habanera, van con la plata, tras el oro indiscutido del gorrión. Como las de este, sus preferencias alimentarias abarcan un gran espectro (solo así pueden ser abundantemente citadinos), y sus audacias para alimentarse, convivir con nosotros, soportarnos, procrear y en fin, vivir, los hacen merecedores no de cargar con nuestras culpas. Por el contrario, agradecerles sobremanera su alegría ruidosa y vital. Su compañía.
En algo son más selectivos que el gorrión: en sus nidadas. No las plantan en cualquier sitio, ni hacen chapuzas en su arquitectura. Prefieren las palmas —y los cocoteros, me consta—: allá en lo alto, guarecidos entre sus pencas o el palmiche. Si el nido tiene forma de copa y está fabricado con hierba y fango, es el industrioso hogar del chichinguaco; si solo exhibe hierbas, pelos, trapos e hilachas, es el del totí, menos ingeniero que su amigo, aunque no menos ingenioso. Podrá alguien advertirme de la presencia de un nido suyo en techo de guano, madera o hasta en oquedad de pared alta, y es cierto: en nuestra ciudad las palmas, sus preferidas pero escasas, no cubren sus necesidades habitacionales. Alegrémonos de su adaptabilidad, de que hayan aprendido a no ser menos por esa causa.
Como otros habitantes citadinos, son confiados con quienes ellos saben: no huyen del automovilista, del abuelo con jaba, del ciclista, con motor o con piernas, del que lleva portafolio. De los niños, sin embargo, desconfían. Tienen razón: algunos, por fortuna ya pocos, son de tirapiedras.
Ese tirapiedras que toleramos, que criticamos y quizás botamos cuando rompe el vidrio del vecino, que a veces hasta ayudamos a fabricar, ese tirapiedras es su enemigo. Su único enemigo. La coña popular de culparlo de todo no le hace daño al totí, y tal vez, por el contrario, le provoque su contagiosa algarabía. Nuestra ignorancia e insensibilidad para con él sí le hacen daño porque no son meras abstracciones: favorecen al tirapiedras.
* Ecologista y escritor. Miembro de CUBASOLAR y la UNEAC. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
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