La tórtola del amor
Por
Jorge Santamarina Guerra*
Sin precisar la fecha exacta, que para esta nota apenas importa, aunque recuerdo que terminaban los años ochenta cuando vi por primera vez, libre y en La Habana, a una tórtola. Suelen llamarla paloma tórtola y tórtola de collar, porque exhibe una suerte de «tajo» en la parte delantera del cuello y es el nombre al parecer más usual entre los conocedores. No tanto
el de tórtola del amor, que es, sin embargo, mi preferido.
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Regreso al «descubrimiento». Me encontraba en el patio de la casa de mi amigo Orlando Garrido, reconocido ornitólogo, y al señalarle la tórtola que para mi sorpresa yo acababa de ver, con la naturalidad de lo cotidiano me dijo: Hace poco que las veo, deben haber escapado de alguna jaula; si sobreviven y procrean engrosarán el listado de las aves
de Cuba, aunque de origen cubanas no sean.
Han transcurrido más de treinta años y por fortuna su premonición se cumplió con creces: abundan las tórtolas en toda la ciudad, aunque para mi percepción de aficionado son más numerosas en algunas zonas de Playa y el Vedado. Ahora todos podemos verlas y disfrutar de su figura hermosa e inconfundible, y digo esto último porque ninguna otra paloma se le parece.
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Años más tarde el propio Garrido me obsequió su libro Aves de Cuba —escrito con el también ornitólogo y amigo Arturo Kirkconnell—, en el que ya la tórtola aparece con carta de ciudadanía:
Tórtola de collar, Streptopelia decaoto —¡vaya nombrecito, por muy científico que sea!—. Vive en toda Eurasia. Introducida en las Bahamas en 1974, invadió con posterioridad la Florida, Cuba y casi todas las Antillas. Confirmada en Cuba en 1990, aunque con avistamientos no oficiales desde 1988 —entre ellos el mío—. Se dispersa rápidamente
y crecen sus poblaciones. Come frutas y granos. Habita áreas urbanas, anida entre marzo y agosto…
Vale la pena añadir algo sobre las palomas. Integrantes de la numerosa familia de aves llamada Columbidae, nuestra Isla exhibe una nutrida población de trece especies —desdichadamente hubo una adicional ya extinguida, la paloma migratoria—. Esa cantidad pudiera hacer pensar en un territorio mucho mayor que el ocupado por nuestro archipiélago, o hasta en un continente, ya que supera, por ejemplo, a las existentes en toda Europa.
Entre ellas se encuentra una de las joyas de nuestro medio natural: la paloma perdiz, endémica cubana, de hábitos terrestres y refugiada en los montes más umbríos; de todas es la mayor, la más colorida y hermosa. Su hábito de anidar directamente sobre el suelo la hace vulnerable a numerosos depredadores, autóctonos e importados, desventaja que no tienen la tórtola y otras palomas, que lo hacen en árboles y sitios altos.
Hace poco vi en un portal a una pareja de tórtolas enjauladas, qué triste escena. Con maternal disciplina la hembra permanecía echada sobre el nido incubando huevecillos,
o brindándole calor acaso a pichones ya eclosionados. En ese momento escuché voces provenientes de congéneres suyos, y en efecto, al levantar la vista observé a varias tórtolas posadas en ramas y cables; lanzaban al aire los trinos, o mejor, los quejidos que me alertaron de su presencia, y me dio por suponer que llamaban a sus hermanas de la jaula para que volaran hacia ellas. Me invadió una sutil tristeza. La misma que de seguro también experimentaban las prisioneras.
* Ecologista y escritor. Miembro de la UNEAC y CUBASOLAR. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubasolar.cu
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