Crónica de un lagarto orgulloso
Por
Jorge Santamarina Guerra*
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Es en el patio interior de mi centro de trabajo, verde y hermoso como cualquiera otro que lo sea. Manos de saber y amor cuidan las palmetas, que entre todas hacen copa sobre mi cabeza, algunos agaves aferrados a grandes rocas, unos pocos cactus por debajo, rastreros y espinudos como han de ser, y un melocactus con su corona de espinas.
Abundosa gravilla cubre el suelo, y lo demás ha ido viniendo solo: el musgo sobre los troncos vivos y sobre uno muerto, tendido cuán largo es; un bejuquillo rastrero que crece cada día, y que con esa voluntad, si lo dejan, cubrirá todo el suelo en los dieciséis metros cuadrados que el patio tiene. Porque debo aclarar que este es, apenas, un mini patio.
Así es, pequeño, verde y hermoso dentro de la arquitectura, obsequioso de rumor con la brisa y de alegría agradecida cuando llueve. Por techo, el mismo cielo que a todos cubre. En medio del hormigón y los cristales, es mi pequeño monte.
Cierto día pretendí sorprender a un amigo biólogo y le enseñé allí, en el monte, una robusta lagartija, monstruo mayor de la jungla. Debe de haber venido con las plantas, traté de explicarle, dado que esto está dentro del edificio, y sobre todo porque estamos en un tercer piso.
«Es un Anolis porcatus, me dijo; junto al Anolis sagrei, el más común de nuestros reptiles habaneros», sin darle mayor importancia a su existencia en aquel pequeño monte que yo pretendía aislado del mundo exterior. Un mini parque jurásico. Y seguidamente me dijo y me dijo, tantas cosas, que no podría repetirlas. Porque, según él, en esta ciudad viven nada menos que ¡veintitrés especies de reptiles!
Por entre las piedras, casas, jardines, árboles, o inclusive bajo tierra habitan, capitalinos como nosotros y ciudadanos cubanos de nacimiento, cinco especies de salamanquitas, ocho de lagartos y lagartijas, nueve de culebras y jubos, y por si fuera poco uno de los ocho chipojos que pueblan nuestro archipiélago. ¡Vaya notición para un empedernido habanero de cuna!
Para colmo, mi amigo biólogo me aseguró haberlos visto a todos, muchos de ellos con frecuencia, y en la oficina me escribió sus nombres, científicos y vulgares, que por supuesto no caben en esta crónica.
El monstruo de mi monte, magnífico depredador de insectos, carnívoro sin rival de mi jungla laboral, el porcatus del biólogo, resultó empequeñecido de pronto ante tal abundancia de primos que ahora se le abalanzaba. Perdía el aura de lo infrecuente, el hechizo de lo raro.
Empezó a llover, y las pencas agradecidas lo anunciaron. En instantes la foresta lustró hojas y piedras. Los verdes se hicieron más verdes, y mi hermoso lagarto, alegre y hambriento, atrapó una mosca. O tal vez lo hizo para que admiráramos, el biólogo y yo, su destreza.
No por ser uno de los veintitrés reptiles habaneros deja de tener su encanto, comenté, para atenuar acaso la pequeñez de su presencia en medio de tan abundosa familia. Pero mi lagarto, empapado y saboreando su manjar, orgulloso como de seguro es en el monte donde impera, no me hizo el menor caso. Sin embargo, nunca vi allí a un congénere suyo, y siempre me apenó suponerlo, o suponerla, en forzado celibato.
* Ecologista y escritor. Miembro de la UNEAC y CUBASOLAR. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubasolar.cu
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