De catedrales se trata
Por
Jorge Santamarina Guerra*
Pero no nos referimos a las de piedras, campanarios, liturgias y párrocos de sotanas, sino a las catedrales de la naturaleza.
A los grandes árboles. |
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La Habana es pródiga en ellos, y tanto, que fue menester, entre los grandes, seleccionar los más, o intentarlo al menos, que de seguro hay otros que no se digan aquí.
Los de la falda del Castillo del Príncipe son antológicos. En ese trozo de avenida que nadie sabe si es Boyeros, o de los Presidentes, los grandes cupeyes hacen pensar que, en cuanto a tamaño, llevan las de ganar; de ellos, al que adorna la Escuela de Filología,
le otorgo, sin discusión, el oro.
Y dado que los nombres lugareños no tienen reglas, hay quienes los llaman árboles de la goma, o simplemente gomeros, que es lo más común. He visto muchas veces, y jugado unas pocas, con las pelotas que se «fabrican» con su resina y hojas, amasadas de conjunto hasta formar una bola. Algunos los confunden con su primo, el jagüey, que le emula en tamaño, pero con ciertos distingos botánicos, y sin el producto deportivo.
Los de la falda del Príncipe, con toda su fama, incluyendo al «filólogo», no son, sin embargo, los más espectaculares. A ambos lados de la 5ta Avenida, en Miramar, entre las calles 24 y 26, existen dos parques fabulosos que casi no se ven, porque la vía es rápida y al pasar nunca allí vemos nada, como es (mal) hábito de muchos habaneros. Los dos parques tienen techo: las frondas de los gomeros acaso más majestuosos de la capital. Podrá haber alguno aislado así de grande, pero no recuerdo un conjunto de esa talla.
El parque del norte tiene diez, y una carolina. De suyo también imponente, esta pasa inadvertida en medio de sus colosales vecinos. Cada uno encumbra alta bóveda barroca, altanera hasta lo imposible, cada uno abigarra multitud de troncos, cada uno enhebra rosario de raíces colgantes que mañana, cuando alcancen el suelo, serán nuevos troncos, renacidos sostenes para que sus gruesas ramas horizontales puedan seguir creciendo.
Ya hoy, de tan enormes, los diez gigantes parecen no caber en el parque: comienzan a estorbarse. Todas las bóvedas están hermanadas, y las ambiciosas ramas tropiezan con otras que no son menos. La cobertura vegetal se hace cada día más tupida. El empeño de los gomeros, podría afirmarse, es que bajo ellos el sol no alumbre de día, ni las estrellas engalanen la noche.
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En el parque del sur hay tres de esos gigantes y muchas otras plantas, que, no por su tamaño, merecen crónica aparte. Esos tres no van a la saga en porte y completan el pequeño gran monte citadino. A su sombra, Emiliano Zapata, presente allí en bronce amigo, acaso busca un instante de cobijo que lo resguarde de su quemante y querido sol guerrerense.
Pequeño gran monte, dije, y no exagero. Vale la pena verlo. Junto a la presa Cristal, en Isla de Pinos —se me va este nombre, que prefiero al de la Juventud—, hay un gomero gigante, monte él solo con más de cien troncos contados por mí hace años. Si existe todavía, quizás sea el mayor de Cuba. Juan Gundlach, ornitólogo, alemán y «cubano» que estudió nuestra naturaleza y convivió con nosotros en el siglo xix, menciona no pocos jagüeyes y gomeros; en algunos de ellos, en su fronda verde pudo apreciar las manchas tricolores de los últimos guacamayos cubanos, mucho ha desaparecidos. Así tan grandes y tan hermosos, aunque tristemente sin las manchas tricolores, pueden verse y disfrutarse en La Habana, y en otras villas del país.
Por entre nosotros en medio de la variada y hermosa arquitectura habanera, compartiendo asombros con sus piedras talladas, con sus techumbres alfareras, con sus verjas de mil retruécanos, con sus medios puntos arcoirizados, allí están ellos, los grandes árboles. Hechura impecable, regalo al espíritu, catedrales de belleza natural. Acaso, la más.
* Ecologista y escritor. Miembro de la UNEAC
y CUBASOLAR. Premio David (1975).
Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubasolar.cu
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