Vindicación del buitre


Por
Jorge Santamarina Guerra*

 

Apuntes sobre estafas,
máscaras metafóricas
e higienistas naturales.


Adelanto que me permito discrepar: el calificativo de «fondos buitre» no solo es un soberano dislate, sino sobre todo una mala maña, muy mala, o dicho con benevolencia, una manipulación concebida y orquestada para invisibilizar a los verdaderos atracadores.
 

Porque ocultar sus nombres reales, que los tienen, claro está, es una manera de protegerlos. Y para ese propósito escamoteador la metáfora perversa ha seleccionado al muy respetable buitre. Sin embargo, no mueven a esta discrepancia irreverente veleidades, sino razones.

Semanas atrás escribí el artículo El rito de la vilipendiada, en el cual su personaje central es precisamente nuestro buitre, el único que tenemos: la cotidiana y cubanísima aura tiñosa, la Cathartes aura de los científicos. Sus pocos párrafos fueron una suerte de muy modesta salutación a esa ave, tan injustamente denostada y soslayada, que por fortuna, con empeño admirable sobrevuela e higieniza cada día todos los rincones de nuestro archipiélago. Y ahora la machacona sobrecarga mediática, tan repetitiva como la tiñosa en nuestros cielos, aunque esta vez nada provechosa, me ha resucitado el tema.

Desde los tiempos que no se saben, los humanos hemos gustado de relacionarnos metafóricamente con determinados animales. Para lo bueno y lo malo, para destacar valores y virtudes, y para lo contrario. En numerosas culturas e incontables blasones, el león melenudo y formidable —el Rey de la Selva que por cierto no vive en selva alguna, sino en soleadas praderas— se enarbola como símbolo de la dignidad y el poder, aunque ninguno de esos grandes felinos haya pisado jamás los predios extraafricanos, al menos llevado por sus propios medios.

Con similares propósitos se ha inscripto también al águila, pero solo a la real, ya que la bandada aguileña la integran diversas especies. Inclusive, con otra solemos metaforizar en sentido contrario: la americanísima y poderosa águila harpía gustosa de comer monos y perezosos. Todos sabemos lo que «significa» ser una harpía, y no hay por qué reiterarlo. Y otra águila, de grande envergadura y hermosa cabeza blanca, centró plaza en la simbología de Estados Unidos: aparece en su escudo, no obstante ser una las pocas de su estirpe cuyo apetito prefiere a los animales muertos. Aunque esa suya no sea una conducta elegante, ni precisamente apropiada para blasones, lo cierto es que la bella y famosa Bald eagle de Norteamérica es un animal preferentemente carroñero.

A causa de tanto uso y abuso, muchos de esos falsos y falseadores símbolos han devenido sellos, y los «malos» han acarreado a sus víctimas seculares condenas, persecuciones y muertes a granel. Tomemos, por ejemplo, el caso de las serpientes, casi unánimemente repelidas, vituperadas, estigmatizadas y perseguidas; aunque a esa dilatada familia de los ofidios la integran cientos de especies, vale aclarar que muy pocas de ellas son venenosas, y por el contrario, muchas se alimentan de animales cuya depredación hasta nos favorece, ratas y musarañas en primer lugar. Sin embargo, tales servicios no han logrado borrar la reluctancia que por lo general nos provocan las sempiternas «malvadas» serpientes —que para colmo de «fealdad», se arrastran. Al encontrar entre las piedras del patio a un inofensivo y beneficioso jubito comedor de insectos y «bichos», inmediatamente sentimos el «deber» de eliminarlo. Y lo más penoso es que con gran contento casi siempre lo logramos. Hasta el genio de nuestro inmenso José Martí reiteró el desliz metafórico: en una cuarteta suya muy conocida, «la víbora del veneno», queda implícita la maldad.

A cierta mujer de proceder reprobable la «bautizamos» equivocadamente como «la loba feroz», pasando por alto que la hembra del lobo llega al extremo de sacrificarse a sí misma para salvar a su cría, cuando esta se encuentra en peligro. Al sobreponer el instinto de protección de la especie, por encima de su propia supervivencia, la loba evidencia, en efecto, una notable ferocidad, solo que esta vez su inmolación es un acto supremo en favor de la vida. Visto así, el calificativo de loba feroz aplicado a la persona de marras, para denostarla, lo interpretaríamos completamente de revés.

Los ejemplos de tales desa-tinos metafóricos forman multitud, aparecen abundante y desdichadamente en innúmeras culturas, continentes, regiones y países, y ahora con el desacierto tradicional le ha correspondido el turno al buitre.

Busquemos, empero, una posible explicación: para nuestra percepción o imagen de seres civilizados y elegantes, ¿habrá algo más detestable que un animal carroñero? Nada nos causa más repugnancia que ese animal que se alimenta de otro muerto, ¡qué horror!, y ello nos ciega los ojos ante el invaluable beneficio biológico y ambiental que trae consigo su hábito alimentario. Porque debemos reconocer que sin ese servicio nunca reconocido de los carroñeros, desde los invisibles e incontables hasta los formidables como las hienas trituradoras de osamentas y el cóndor sagrado de los incas, nuestro mundo, único nicho planetario que tenemos, sería absolutamente invivible.

¿Pudieran existir y regenerar los bosques, por ejemplo, sin el comején intrascendente que se alimenta de las maderas muertas? Pero lo cierto es que, ingratos que somos, o ignorantes, a todos ellos les pagamos tal servicio indispensable con nuestro más ostensible menosprecio.

Y aquí vale la pena introducir un detalle que probablemente no agrade a muchos: todos los humanos somos por igual insaciables devoradores de animales muertos, y no pocas veces hasta los degustamos casi momificados —ejemplo acaso cimero, el insuperable jamón Pata Negra—, pero no obstante tal hábito necrófago, nos insultaría ser identificados como carroñeros. De pésimo mal gusto sería situar al Homo sapiens, que por pura vanidad antropocéntrica siempre colocamos en la cúspide de la pirámide biológica, en esa otra manada de tan reprobable conducta alimentaria.

Volviendo atrás, ahora a alguien se le ha ocurrido ponerle el calificativo de «fondos buitre» a lo que no es más que el resultado de una escandalosa especulación financiera —¿por cierto, habrá alguna que no lo sea?—, o en mejor decir, de un tremendo y llano atraco. En rigor, se trata de un grosero escamoteo: la mascarada del llamado buitre permite, y ese es en realidad su propósito, esconder los nombres de los atracadores, sean individuos, respetables bancos o solventes firmas; y no solo ocultarlos, sino hasta protegerlos detrás del supuestamente denigrante calificativo. De esa forma los verdaderos culpables permanecen invisibles y casi inexistentes, no tienen nombres, se los hemos borrado y colocado en su lugar, inasibles y no identificables, a los tan serviciales buitres que no tienen nada que ver.

Estamos en presencia, o peor, en las manos, de una de esas tantas triquiñuelas comunicacionales de este mundo de tantas, y es por eso que considero indispensable, y hasta ético, sí, ético, vindicar al tan denostado buitre que, con iguales derechos biológicos que nosotros, comparte espacio en este único nicho planetario que todos tenemos para vivir, al abrigo de su majestad, el Sol. Lejos de ser abominable y repulsivo, debemos valorarlo, respetarlo y hasta casi reverenciarlo dado su papel como magnífico y gratuito higienizador ambiental. Sin embargo, es de reconocer que a pesar del invaluable servicio que sin costo alguno nos brinda ese buitre verdadero, el perverso calificativo que sin su autorización utiliza su nombre ha hecho diana en el gran público, y ahora, repetido hasta el cansancio como siempre por la modernidad comunicacional, se le utiliza para identificar lo detestable. Los fondos buitre son ahora algo así como lo peor de lo peor, mientras los reales atracadores que sí tienen documentos de identidad, tarjetas de crédito y pasaportes, ríen de contento, cómodamente arrellanados detrás del buitre escogido para ocultarlos.

Para daño de la vida y confusión de todos, repetimos una vez más, en este modernísimo
y computarizado siglo xxi, la supuesta, equivocada y casi siempre dañina simbología metafórica que desde hace siglos hemos venido dibujando con numerosos animales.
El reciente calificativo de los fondos buitre ha llegado, pues, para engrosar con renovados bríos el viejo listado, tan añejo y perjudicial como disparatado e injusto.

Identifiquemos pues, con sus nombres reales, a los personajes causantes de tales tropelías, de las tamañas estafas; no los ocultemos ni los protejamos detrás de ese calificativo supuestamente pernicioso que, al igual que tantos otros, perjudica en este caso a los inocentes buitres que nos sobrevuelan, nos benefician, y que en el fondo no tienen culpa de nada. Los verdaderos buitres, los alados, son nuestros compañeros de viaje biológico, en rigor nuestros aliados, y utilizar su nombre para ocultar a los estafadores es solo eso, una estafa más.

En conclusión, mi voto es definitivamente en favor del buitre verdadero, el útil carroñero higienista de todas las latitudes y todos los espacios. Y con igual determinación voto decididamente en contra de esos otros que, en tanto humanos detestables, se esconden —o lo que es peor, los escondemos— detrás de esa denominación que, contrariamente, todos deberíamos respetar.

Y llegado a este punto no puedo menos que preguntarme: ¿no habrán sido ellos mismos, los estafadores, quienes hayan creado tal máscara metafórica que ahora todos consumimos con ingenuidad y escuchamos hasta el cansancio? Porque no olvidemos que, entre otros atributos, esos dañinos personajes son también expertos comunicadores.

O en caso de que algunos no lo sean, todos tienen suficiente dinero, proveniente también de sus estafas, para pagarles esas mascaradas comunicacionales a los mejores expertos de la desinformación mediática, que abundan.
¿Cuánto habrán pagado por esa «marca» ocultadora, tan exitosa, que estamparon con el nombre de fondos buitre?

* Ecologista y escritor. Miembro de la UNEAC y CUBASOLAR. Premio David (1975).
Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubasolar.cu