El regreso a lo natural

Por
Jorge Santamarina Guerra*



Hacia una vida sana,
prolongada, plena hasta el final.

 

El hombre que somos, el Homo sapiens, es de muy reciente conformación. Hace tan solo unos dos millones de años (la historia de La Tierra se remonta a unos 5 mil millones, la vida apareció unos 2 mil millones después, y los primeros mamíferos plantaron su huella hace unos 200 millones), un antropoide desconocido comenzó a diferenciarse de sus numerosos primos, y a evolucionar hacia un patrón físico y conductual que progresivamente lo alejaría de ellos, y que lo acercaría a nosotros.

La ciencia ha logrado rastrear con razonable certidumbre ese camino de cambios sucesivos, y ya no subsisten dudas en cuanto a su traza esencial, aun cuando persisten zonas de incertidumbre sobre las que se continúa investigando, y debatiendo. Hoy ningún pensador científico, intelectual, ninguna persona debidamente informada y culta, pone en duda la teoría general de la evolución, ni de la nuestra como especie humana. Solo quienes prefieren creer, en lugar de razonar, se mantienen apegados al supuesto origen divino de todo, hombre incluido. Esa es una posición ante la vida y la muerte, y como tal merece todo respeto, al igual que también lo merece el razonamiento evolucionista. Pero este artículo no es para incursionar en tan complejo y sensible tema.

La evolución humana es asunto de extenso contar y, a los efectos de nuestro propósito, es preciso dar grandes saltos en el tiempo, para solo referirnos a ciertos momentos de ese dilatado andar hacia el ser que somos. Etapas, estadios de un proceso continuo e inacabable.

Nuestros lejanos antepasados, aquellos abuelos que empezaron a ser diferentes de sus primos de entonces, eran animales (aún lo eran) marcadamente omnívoros; comían, por así decirlo, de todo, y esa ingesta no especializada fue decisiva para que tampoco establecieran conductas estrictas en cuanto, por ejemplo, a sus zonas de vida. Se adaptaban a todo escenario y condición, y lo mismo vivían en bosques, praderas, montañas, costas, desiertos o humedales; y finalmente, ya evolucionados como hombres, también llegaron a plantar sus vidas en los hielos perpetuos. Solo requerían de fuentes de alimentación y agua, las que se procuraban en cada escenario. Tal vocación por el desplazamiento determinó que, de su cuadrupedismo primigenio, evolucionaran hacia la postura del bípedo erguido.

Sin embargo, en la ingesta omnívora original los vegetales prevalecieron en sus variadísimas formas de raíces, tallos, ramas, cortezas, hojas, flores, y, por supuesto, semillas y frutas. Y así, con tal riqueza, se fue esculpiendo aquel lejano antropoide, en camino a una nueva especie cada vez más diferenciada de sus antiguos primos; y se fueron formando, por dentro, todos sus órganos, su sistema digestivo, su urdimbre fisiológico-visceral y hasta su propio cerebro.

En esa larga andadura aprendería que el vegetal era, también, mucho más que alimento: vara para prolongar su brazo, maza para golpear, remedio para heridas y vientres; magia para llamar a los dioses y hasta veneno contra enemigos.

Cierto día, trascendente y desconocido, sus dedos se mojarían con el líquido viscoso que emanaban las frutas en descomposición que había amontonado, y al llevar a su boca aquella agua extraña advirtió un nuevo sabor nunca antes paladeado. Le agradó, tomó más, toda la que pudo, y con el paso de los siglos hasta un dios hubo de consagrarle a ese brebaje maravilloso. Había nacido el vino, y desde ese momento, ignoto y trascendente, la bebida de los dioses sería por siempre su fiel compañera.


Mural de la Prehistoria, en Viñales, Pinar del Río.

El fuego lo aterraba. Sabía que provenía del cielo, de los demonios que lo lanzaban a la tierra, y de otros aún más tenebrosos que desde las profundidades lo emergían para quemar montañas y bosques. Y todo continuó así hasta que cierto día un hombre, que ya para aquel entonces lo era, hambriento, encontró un cervatillo quemado por el fuego del que no lograra escapar, y su carne chamuscada le aplacó los ruidos del vientre. Los maderos ardían y, con el temor que es de suponer, aprendieron a mantener vivas las brasas echándoles ramas, y el fuego desde siempre aterrador fue finalmente domesticado; en lo adelante les serviría para calentarse, ahuyentar bestias y preparar nuevos alimentos que, otra gran ventaja, hasta podrían ser comidos en días posteriores.

Los sabios dijeron que el antiguo castigo de los demonios se había convertido en un regalo del cielo, y que para que continuara siéndolo tendría que ser conservado siempre vivo.
Tan importante llegó a ser el fuego, que se ofrendaba a los dioses la vida del que lo dejara morir. Es decir, apagar, porque aquel lejano antepasado aún no disponía de artes para revivirlo, una vez que se extinguieran sus llamas inexplicables. Mucho después fue que el hombre aprendería a generar el fuego, sin necesidad de orar para que le fuera enviado desde el cielo, y aunque no se conoce el momento ni el lugar de tal trascendente suceso, ni se conocerán, fue un acontecer decisivo en la andadura humana.

Conquistador del fuego, el hombre pasó rápidamente a ser el rey indiscutido de toda la Tierra. Para bien suyo, y a la larga para grande peligro también hasta para él mismo.
Lo que sobrevendría después es mucho más reciente, y conocido. El vegetal como nutrimento, fármaco y hasta veneno fue cada vez más utilizado, más estudiado, a la par también que, venerado ahora como regalo de dioses, resultó instrumento y material para innúmeras cosas. Nutrimento y fármaco pasaría a serlo también para sus animales aliados, reservándole sus venenos para los enemigos. La flecha untada con savia de curare mataba con presteza aunque penetrara por un desgarrón, y el aroma del sándalo alejaría la plaga.

Tan importante llegó a ser, que el fármaco fue durante larga data asunto de sabios, hechiceros y brujos, y su dominio y uso les estaba reservado a esos prominentes personajes de forma exclusiva, por mandato inapelable de los dioses. Al poblar el incansable caminante todo el planeta, cada nueva región de llegada le revelaba —y lo obligaba a— nuevos descubrimientos en los árboles, raíces, hojas y hierbas de cada sitio, así como en los animales, cuevas, rocas, riadas... Un nuevo aprender, y aprehender, que nunca terminaría.

El destilado y la condensación de los vapores en procura de nuevos líquidos insospechados, fue otro momento revelador, y tan reciente dentro de esta larga historia, que sucedió ayer como quien dice. El hombre logró atrapar los aromas volátiles e inasibles, y corporizar las esencias en líquidos mágicos, sacarlos del éter donde siempre habían reinado, y disponer de ellos para los más inimaginables propósitos. El alquimista hacedor de tal arte ocupó el lugar privilegiado de los antiguos sabios hechiceros, y padre fue del químico que vino tras él.

Hoy todo está basado en —y regido por— el conocimiento científico, el dominio de la técnica y la aplicación de fabulosas tecnologías ayer inimaginables. Un acercamiento, aunque sea tan fugaz e incompleto como el que hemos hecho, a la andadura caminada por nuestros ancestros, parece estar, sin embargo, infinitamente lejano y, en cierta medida, hasta sernos ajeno. Pero no lo es en absoluto, es parte de nosotros mismos, está insertado en nuestro programa metabólico, en nuestro registro inconsciente. En nuestra cultura y saber de hoy.

La modernidad y todos sus beneficios trajeron también, sin embargo, peligros, nuevos males antes inexistentes. Lo fácil y rápido pasó a ser una adicción, y el hombre hizo de ello una conducta, en no pocos casos, una mala conducta. Le resultaría trabajoso advertir sus trampas y, aun más, ponderar sus efectos adversos, es decir, sus daños.

Por haberse alejado de su dieta original, el humano ya bípode pasó a ser víctima de diversas dolencias; por haber abandonado su permanente actividad, su organismo se aquejó de dolores y le nacieron malformaciones; por haber sustituido los fármacos naturales por formulaciones cada vez más artificiosas, dio entrada a nuevos padecimientos y desequilibrios fisiológicos desconocidos. Definitivamente ése no era, ni es el camino. Ni la dieta ajena a todo balance, caprichosa y artificial, lo es, ni la inacción tampoco, ni los medicamentos engañosos y muchas veces contraproducentes.

El camino está en el regreso a lo natural. Pero un regreso razonable, científicamente validado, y no en modo alguno una retoma absurda e impensable al mundo desaparecido de nuestros ancestros. Un camino que, afortunadamente, transitan hoy en día más y más hombres y mujeres, en búsqueda y logro de una vida sana, prolongada, plena hasta el final.

* Ecologista y escritor. Miembro de la Uneac y Cubasolar. Premio David (1975). Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubarte.cult.cu