Plumas que enseñaron


Por
Jorge Santamarina Guerra*



En el número anterior
de
Energía y Tú, el 71, incluimos el artículo titulado «Respeto Ambiental», concepto que con
la conciencia energética conforma la base promocional de Cubasolar, y su razón de ser. A partir de este número 72 inauguramos esta

 

nueva sección con el título genérico de Respeto Ambiental.
Ello alentará a los especialistas y(o) aficionados en los temas ambientales que son muchísimos–, a exponer en nuestras páginas sus conocimientos, experiencias y enfoques, y compartirlos con los lectores. Ese es nuestro propósito.

Desde los tiempos que no se saben , cuando los humanos apenas comenzábamos a serlo, aquellos primigenios abuelos desconocidos tuvieron la feliz, trascendente idea de aprovechar las pieles de los animales que cazaban, así como también, por supuesto, las de otros que encontraban muertos. Y al paso de milenios las fueron utilizando para diversos usos. Primero como protectores corporales, y después, hasta cobertizos llegaron a ser en casi todo el planeta, como si en aquellos tiempos las comunidades humanas fueran ya capaces de ir diseminando los «inventos» que lograban en cada escenario, por cierto, todos diferentes. Incontables pieles fueron transformadas en abrigos, zapatos, techumbres, recipientes y en numerosos etcéteras que conformaron los ajuares primitivos.

Es imposible conocer, y en rigor no resulta necesario suponer cuántos millones de animales, de muy diversas especies y en tan disímiles locaciones, fueron durante milenios despojados de sus envolturas para satisfacer las necesidades de este otro animal bípedo que, crecientemente, se iba convirtiendo en el alfa dominante de todas las especies vivientes. Pero con el tiempo aquellas urgencias vitales de antaño fueron dando paso a requerimientos más sofisticados y en rigor no tan indispensables, y las pieles sumaron sus atributos a muchos otros materiales de muy diversas procedencias y características, principalmente para evidenciar las jerarquías tan preciadas por los humanos, hombres y mujeres. Para validarlas. Comenzaba la feroz, implacable búsqueda de las pieles finas, que duraría siglos y que aún hoy, tristemente, perdura.

Ya no se trataba de abatir osos, bisontes y gacelas en procura de alimento y aprovechar sus ásperas pieles –y huesos, vale añadir– para usos utilitarios, y el animal humano giró el visor de su colimador hacia los armiños, martas cebellinas, zorros plateados y rojos, nutrias, castores, vicuñas, tigres y jaguares, tras los cuales hay que repetir otra extensa etcétera, que llegó a acarrear una masiva guerra del hombre, ahora superdotado, contra todo aquel cuadrúpedo que pudiera proporcionarle una piel sedosa para colmar sus deseos, al parecer ilimitados, de ostentación y lucimiento. No es necesario poner énfasis alguno en ello, ya que la memoria gráfica del mundo, desde la cincelada en las más antiguas piedras, así lo atestigua.

El lamentable resultado de esa depredación masiva fue la desaparición de muchas de esas especies en grandes territorios y en varios países, y casi todas las que lograron sobrevivir todavía permanecen hoy identificadas como vulnerables, con diferentes grados de amenazas. No pocas rozan el triste umbral de la extinción.

Sin embargo, en época reciente no fueron únicamente las pieles inmaculadas y vistosas de los mamíferos las perseguidas, y ese triste cetro pasó a estar compartido con las plumas finísimas de una garza elusiva y tranquila, habitante escondida en los umbríos humedales. La espléndida garza real que nunca le hizo daño alguno al hombre, que acompañó durante milenios su andar por la vida de forma inadvertida, vino a ocupar,
para su desgracia, un lugar cimero en la carrera por el lucimiento, y devino perseguido trofeo. Siendo ya el hombre –nosotros– un cazador muy tecnificado y diestro, de pronto situó también a la exquisita dama del humedal en el centro de la mira.

Ciertamente, cabe reconocer que hubo antecedentes. Es sabido que plumas iridiscentes del quetzal adornaron penachos de la realeza azteca; plumas del ibis sagrado del Nilo acompañaron momias en las tumbas faraónicas para sus viajes al más allá, y las del cóndor rey de las alturas andinas fueron atributos reservados para el ajuar de los emperadores Incas. Inclusive, también en nuestro patio insular algunos antiguos cronistas testimoniaron la presencia de vistosas plumas de guacamayos –Ara tricolor– en chozas de caciques y behiques, así como de guatinis y guacaicas, denominaciones taínas del carpintero real –Campephilus principalis– y el arriero –Saurothera merlini–, respectivamente. Pero lo cierto es que, en esas épocas, nuestra potencialidad depredadora era incapaz de poner en peligro la pervivencia de esas especies.

Volvamos a la garza real, esta vez para aclarar que, por fortuna, la búsqueda y uso suntuario de sus plumas no llegó a alcanzar el rango una pandemia mundial, sino que estuvo limitada en lo fundamental en el ámbito de las burguesías europeas de la belle époque, con la francesa nítidamente colocada a la cabeza del dictado modal de entonces. Es decir, nos referimos a los años finales del siglo XIX que terminaría abruptamente, y a destiempo, ya comenzada la segunda década del XX, con los horrores de la Primera Guerra Mundial. La moda Egreta, derivado su nombre de la denominación científica Egreta tula de la perseguida garza real, dio por «adornar» ropas, sombreros, zapatos, carteras y cualesquiera otros artificios, por cierto, femeninos, con las plumillas evanescentes y finísimas de la princesa alada de los bajíos húmedos. Y para colmo de daño selectivo, no eran buscadas todas las plumas sino tan solo las de los machos, y en particular las desplegadas por ellos durante sus eventos nupciales, cuando para captar la atención de las hembras su plumaje se transforma en delicado encaje, al punto de hacernos recordar copos de nieve translúcidos y blanquísimos. Ver a un macho de garza real en su cortejo amatorio, es un regalo de la naturaleza que no se olvida jamás. O acaso, una suerte
de magia.

Y así fue la moda Egreta, en rigor una ridiculez burguesa salpicada de hermosas plumas blancas, pero que llegó a amenazar y poner en peligro la supervivencia junto a nosotros de esa joya viviente que es la Egreta tula. De su persecución en Cuba no hay registros validados, aunque crónicas de la época refi eren «amenas» capturas de sus plumas, principalmente por aventureros que perseguían en nuestras ciénagas a los también codiciados cocodrilos Rombífer en busca de sus pieles. Las valiosas plumas de las egretas reales, quizás subproductos para esos cazadores comerciantes, eran vendidas a modistos franceses que, en esas primeras décadas del siglo XX, llegaron a tener activa presencia en La Habana de Las Vacas Gordas.

Por fortuna, al decir de un proverbio antiguo hoy en desuso, la moda Egreta es un pasado ya pisado, pero que es conveniente conocer y sobre todo, no olvidar. En tanto dolencia social, olvidar, perder la memoria, es un debilitamiento muy grave, una fisura por donde penetran males casi sin antídotos. En estos tiempos tan aquejados por peligros enormes y daños ambientales catastróficos, la persecución de la hermosa Egreta tula para satisfacer la ostentación y el ridículo solo parece ser un lejano, intrascendente y casi olvidado incidente. O acaso, cuando más, un pretexto para desvaríos literarios con visos ecologistas. Sin embargo, no abrigo la menor duda de que los lectores de Energía y Tú, comprometidos activistas del respeto ambiental que promueve Cubasolar, comprenden el mensaje de estas líneas, y lo comparten.

*Ecologista y escritor. Miembro de la Uneac
y Cubasolar. Premio David (1975).
Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
e-mail: santamarina@cubarte.cult.cu