El ciervo herido
y «nuestro» venado

Por
Jorge Santamarina Guerra*

Una pincelada de lujo
para los pocos
afortunados que en
el monte logran divisarlo


 

La sorpresiva, inexplicable, insólita presencia de un ciervo en La Finca Isla fue el suceso del día, que no recogería noticiero alguno, claro está. Alguna fisura en la cerca de su confinamiento habrá encontrado para escapar, y algún resquicio en la de aquí le permitiera penetrar. Esa mañana las perras ladraron más de lo habitual, pero, ¿quién pudiera haberlo imaginado?

El tropiezo con el ciervo fue para ambos una sorpresa y fugaz, aunque suficiente para poder apreciarle su alto porte, las rayas blanquecinas de su piel y su cabeza acaso pequeña y sin cornamenta. Una vez descubierto voló literalmente en su huida y solo dejó la huella de su pezuña en la tierra húmeda, su imagen de animal esbelto y asustadizo en mi recuerdo, y en las perras su olor peculiar y desconcertante de ciervo ajeno. ¿Dónde estará esta noche de lluvia fría? ¿Bajo qué ramajes inseguros pretenderá resguardarse y rumiar su soledad? ¿Qué otra cosa podrá en lo adelante hacer, que no atisbar, huir y esconderse? Triste destino, el del ciervo errante1.

Basada en un suceso real, esta viñeta pertenece a mi libro inédito Islas, incluida en su capítulo inicial La Finca Isla, y leerla ahora, varios años después, me trajo dos recuerdos entrañables: el ciervo herido mencionado por San Juan de la Cruz en su poemática sacra, y la muy conocida y bella estrofa de nuestro Maestro Mayor en la que confesara que Mi verso es un ciervo herido que busca en el monte amparo. Y me sobrevino una pregunta, ¿serían dos ciervos diferentes el cantado en el siglo XVI por el poeta del renacimiento español, y el confesado tres centurias después por José Martí? Pues ahora me respondo que no, que ambos son el mismo ciervo huidizo y perseguido, en rigor, una encantadora imagen metafórica que cada cual puede interpretar a tenor con su visión de la vida, y de la muerte. El ciervo herido bien pudiera visualizarse como algo puro, inocente e inofensivo que fuera lastimado; eso es, un sentimiento lastimado. ¡Qué hermoso!

Pero del ciervo en tanto criatura animal y no como metáfora poética trata esta nota, y de uno en particular, pues esa denominación genérica es aplicada a decenas de especies de cérvidos existentes en todo el mundo. Desde el enorme alce norteño de media tonelada de peso y más de dos metros de alzada, hasta el diminuto pudis de Suramérica que apenas roza los veinticinco centímetros de altura y los cinco kilos de peso. Aquí nos referimos al «cubano», a ese bien conocido por todos que en lugar de ciervo llamamos venado de cola blanca o venado de Virginia –Odocoileus virginianus–, introducido en nuestro medio natural, al parecer con propósitos cinegéticos, a mediados del siglo xix, procedente tiene que haber sido de Norteamérica, o de México. ¿Quién traería los primeros?

Sin embargo, la pregunta abre nuevas interrogantes, porque, acaso para sorprendernos, en residuarios cubanos los investigadores han hallado evidencias de la presencia del venado de cola blanca en nuestro territorio, que se remontan a épocas tan tempranas como mediados de siglo xvi. Al parecer, sin conocerse las causas aquellos venados pioneros no proliferaron y todo indica que desaparecieron, y es por eso que no fuera hasta casi tres siglos después que se reportara su primera importación validada. En cualquier caso, no hay la menor duda de que se trata de un inmigrante llegado a nuestro archipiélago no por causas naturales, sino traído por la voluntad humana.

Es un animal muy bello, sin duda, pero su hermosura no ha impedido que su presencia en nuestros montes haya motivado polémicas entre los especialistas, biólogos y naturalistas. La controversia se enfoca en dos posiciones contrapuestas: una sostiene que por tratarse de un invasor exótico incorporado en nuestro medio natural, ha de ser perjudicial en algún grado, y la otra, opuesta, argumenta que es un recién llegado inofensivo para los ecosistemas en que habita. El asunto es en verdad complicado y escudriñarlo desborda el propósito de esta nota, pero lo cierto es que «nuestro» hermoso venado es un implante artificial en los montes cubanos que, durante millones de años, fueron conformando nuestra diversa, muy rica y única biota. Herbívoro estricto, es de reconocer que no es visiblemente dañino como otros invasores también «importados», como son los perros, gatos y cerdos jíbaros, y ni qué decir de esos otros indeseables, las ratas y los falsos hurones, la feroz mangosta. Todos repudiables.

Sin embargo, que sepamos, hasta ahora no se ha determinado el impacto real que la ingesta selectiva del venado pudiera provocar en el medio vegetal que lo sustenta. Medio que, repetimos, se conformó biológicamente sin su presencia. Esa supuesta, o cierta, dieta selectiva, se esgrime como el elemento básico en su contra. Y en su favor se argumenta lo escaso de sus poblaciones y, por qué no, hasta su indiscutible belleza, una pincelada de lujo para los pocos afortunados que en el monte logran divisarlo.

Basados en el argumento real de que se trata de una especie exótica, hay quienes inclusive han abogado por su erradicación total. Sin embargo, aunque comprendemos sus «razones», no militamos junto a los que comulgan con esa fórmula radical del exterminio, la que sin titubeo alguno sí quisiéramos ver aplicada, y con todo rigor, contra los depredadores exóticos antes mencionados, comprobadamente perjudiciales y dañinos. Como en el medio vegetal también lo son, por ejemplo, el marabú importado de África y la casuarina de Australia.

Corresponde a nuestra comunidad científica fundamentar una conclusión definitiva sobre el efecto biológico del elusivo venado de cola blanca en nuestros ecosistemas, en el sentido que sea. Y esperamos por ella. Pero sin llegar a disponer de ese sustento debidamente validado, consideramos que cualesquiera acciones en su favor, o en su contra, podrían ser como disparos al aire, o quizás hasta contraproducentes. Por lo pronto, y cautelarmente, el autor, que ha tenido la fortuna de poder observar su grácil estampa inconfundible en varias ocasiones, y en diversos escenarios de nuestro archipiélago, hoy por hoy prefiere votar por la pervivencia de «nuestro» venado de cola blanca. O si se prefiere, de ese poetizado ciervo herido que continúa buscando en el monte amparo.

1 P.S. Aunque la incursión del ciervo en La Finca Isla fue fugaz, y mi visión resultó imprecisa, puedo asegurar que el intruso no era nuestro venado de cola blanca. Pero fue un cérvido bien real, no un fantasma, ni una imaginería.

Ecologista y escritor. Miembro de la Uneac y Cubasolar. Premio David (1975).
Autor de varios libros de cuentos, novelas y artículos.
E-mail: santamarina@cubarte.cult.cu